martes, noviembre 04, 2008

EL HOMBRE QUE VIVIA EN UN HUECO Y ERA INMUNE A TODO


Antanas Drake

Yo vivo en un hueco, pero no me da vergüenza.
El hueco en el que vivo tiene una manta en el piso que es mi cama en las noches de calor y mi manta contra el frío en las de frío; tiene una bolsa con ropa que es mi ropa en la bolsa y tiene libros que no leo más porque quienes los escribieron ya están muertos y no saben lo que pasa ahora en el mundo de los vivos. Por ejemplo, Malraux no sabe que ya cayó el muro de Berlín, Carpentier no sabe que en Cuba ya hay computadores y Hemingway ni sospecha que el estrés es una enfermedad mundial que no se quita nomás con sexo, drogas y corresponsalías de guerra.

No me da vergüenza el hueco en el que vivo y por el que encima debo pagar, no mucho, lo suficiente para sentir que me pago las cosas, es decir, que sirvo para algo. No, no se trata de autoestima baja por una niñez jodida, es puro realismo nomás, realismo disfrutable de alguna manera, como puede ser disfrutable correr por tu vida en una calle de Pamplona atestada de toros que apuntan sus cuernos justo en el centro de la estrella de tu culo (la contundencia sonora y la economía de letras de esta palabra es formidable).
Lo que sí me da vergüenza es acordarme de lo que hice en el entierro aquel, el de mi padrastro muerto increíblemente por tres paros cardiacos simultáneos. Creo que fue una muerte piadosa, yo le hubiera agregado dos balazos de escopeta, la explosión de una mina antitanque en la boca y un golpe con esos martillos para asegurar durmientes de ferrocarril (otra palabra maravillosa que significa distancias profanadas por un pie lascivo), pero eso fue lo que el Karma eligió para él por todas las vainas que hizo en su paso tambaleante por la vida.
Botado en el hueco decente donde vivo como un señor cuya mayoría de delitos no se conoce, me avergüenza acordarme que esa vez alcé un puño y en medio del cortejo fúnebre que me miraba como el hijo de la amante del fulano muerto (y lo metía en el sitio donde se lo comerían los gusanos en el cementerio) grité: ¡hasta siempre comandante!. Andaaa!!, qué boludez!!. Por favor, que comandante ni que ocho cuartos si siempre nomás fue el líder de su pandilla de borrachos que a falta de otros temas, en plenos delirios de alcohol con agua, planeaban paso a paso como construir una sociedad mejor usando para ello los planos del sistema comunista. Me acuerdo de mi despedida con la mano en alto, de la mirada sin emociones de los presentes, de mi repentina sensación de estupidez de alta pureza y me da mucha vergüenza pese a los años que han pasado. Es que uno tiene su corazoncito y su sentido de dignidad aunque los hechos se empeñen en negarlo; es que uno tiene sus principios, aunque la gente se ría cada vez que trato de usar en mi beneficio esa palabra.
Empieza a llover fuera del agujero de alquiler en el que vivo y el sonidito del agua mojando los techos me desata unas ganas de orinar. En el lavabo de mi baño “privado” reposan medias sin lavar y sobre el tanque blanco del retrete aguantador, hay una revista porno abierta donde se ve a una tipa abierta que tiene abierto su…buej. El aire huele a techos mojados, a centenas de pares de pechos mojados que corren afuera buscando un techo para dejar de mojarse. La mente se me va aotros temas. ¿en qué estaba? Ah sí…

No me da vergüenza ni el hueco en el que vivo ni mi vieja manía de rayar carros con las llaves de mi cuarto de alquiler. No me dio vergüenza orinar en la puerta del colegio de abogados ni en la pared de la catedral metropolitana, ni sacar mi culo desnudo por la ventana de un carro en la mitad de la carretera. Ni siquiera me da vergüenza decir que soy un incomprendido por una sociedad castrante que ve en mí a un forajido detestable para las buenas costumbres y peligroso para sus hijas. En realidad supongo que la sociedad no me ve así, en realidad yo me veo así y le echo la culpa de todo a la pobre sociedad para quien yo ni vos no existimos, lo cual es profundamente de puta madre. Me vino algo como una erección; no sé si por el camionero que me vio el culo por la ventana del vehículo o por las hijas de la sociedad…en fin, ante un dilema como ese, siempre quedará el recurso de la revista porno.
Probablemente cuando pase el tiempo también me avergonzaré de eso, de rayas los carros, de orinar en los colegios de profesionales, de sacar mi culo por las ventanas, o de que yo culpe de mis líos a la pobre sociedad que anda como puede; pero todavía no.
Sí me avergüenzo de los días en que armado de un canasto salía a la calle del pueblo para vender cosas. Debía llevar plata a la casa de mi vieja, quien, con la sutileza de su garrote carnicero, me hacia entender que debía vender todo lo del canasto y llevar plata sí o sí a la casa, como si en mi raquitismo de crío de 12 años yo pudiera hacer comprar a la gente las porquerías que ella hacía para que yo venda y que nosotros las comíamos porque no nos quedaba de otra. Por vergüenza me escondía de las chicas para que no me vean con el canasto y por lo tanto a veces no vendía nada…Cada golpe en mi cuerpo era una chica de la que me había escondido. Me sentía un héroe. En serio, ¿quién más por lo menos en Santa Rosa llegaba a tal punto de sacrificio?
El otro día dije que me acordaba de esa imagen de yo con el canasto, cagado por el frío de un sur y chilchi bajo el alerón antiguo de una casa que todavía existe. Me veo ahí de nueve años, pálido, flaco como un pollito, a las seis de la tarde esperando que la lluvia cese, con el terror en el pecho por no haber vendido nada, con la sensación horrible de ver a todos en la casa de madera y palma en que vivíamos, yéndose a dormir sin comer. Todo porque el maldito clima y mi vergüenza a las chicas no me dejaban vender y porque mi padrastro, entre sus otras funciones, estaban las de no llevar nada a la casa, sin que mi santa madre atea haga nada para solucionar esa inactividad, que para cualquier hombre que no fuera él, sería algo peor que vergonzosa.
Sí, todo eso sucedía allá por el 86 u 89, en el mismo pueblo donde años después grité: hasta siempre comandante. Quizá en vez de decir eso yo habría querido decir: podrite hijo de mil putas. El caso es que me despedí así, a lo boludo, de ese tipo comunista, mecánico y borracho que jamás hizo nada bien en su vida. Igual que yo. Pero yo soy joven aún y tengo tiempo para echar a perder más cosas que él. Tal vez después me avergüence del agujero en el que ahora vivo, como hasta ayer nomás me avergonzaba mi condición de bastardo, de pariente pobre, de hijo de padrastro para quien todo lo que yo hacía estaba mal. No me importa, lo cierto es que yo estoy vivo y él ya es nomás un color en la fosa donde lo guardaron. No sabés cómo me arrepiento de semejante despedida. No puedo evitar taparme la cara, que boludez, en serio, tanto es así que debo escribirlo en la oscuridad de esta noche de lluvias para no golpear las paredes con mis puños cerrados. Bueno, siempre está la revista porno sobre el tanque del retrete, pero no es lo mismo.
Me arrepiento de esa despedida tan “of side”, pero no de otros daños que después la gente que me amó me fue gritando a la cara, daños que causé más por bruto que por malvado. Es que mi forma de ver las cosas es absolutamente contraria a la de la gente cuerda, lo cual me hace medianamente feliz conmigo mismo pero me aleja de un tajo del resto del mundo. Pero eso relativo según de qué parte de ese resto del mundo se trate: hay partes del resto del mundo que no me interesan un bledo y otras que sí, a veces.
Probablemente mañana me arrepienta o me avergüence de todo ese dolor que he ido derramando a mi paso con las personas equivocadas, pero entonces como ahora no servirá de nada esa acción de justicia autoflagelante y sólo me quedará seguir deslizándome en este sendero resbaladizo lleno de esta mierda llamada destino que lo obliga a uno a ser una criatura detestable porque eso es lo que uno es, ni mas ni menos. Y llega un rato en que hasta el lado amable se le encuentra a eso y uno trata incluso de dotar a esa calamidad de algo parecido a una filosofía que en realidad es una estupidez se la mire por donde se la mire: ¿Que si el tigre caza, entonces es un asesino? Eso es otra cosa: yo nomás soy lo que dice de mí la gente que me quiso. Soy algo que ya no tiene nombre, soy algo que me aguanto porque si dejo de serlo dejo de “ser” y me vuelvo un buen tipo, de esos que saludan a la gente con amabilidad, que se acuerdan de las fechas importantes y quieren familias grandes para disfrutarlas a las horas de las comidas. Una feliz y gran familia alrededor de una mesa de comedor. ¿Lindo no? Basuraaaa!!!!
Ahora me pongo rudo (no dejo de pensar en la porno ni en las mujeres mojadas que huyen de la lluvia en la calle). Por una cuestión de higiene mental, nada de lo pasado me importa y sólo quiero ser lo que soy, eso sí, sin joder a la gente. Bueno, eso digo cada vez que voy a herir de muerte a alguien. En fin, no soy un tigre que caza, pero soy una cosa que vive, como el virus de la rabia al que hay que exterminar. Eso sí, les costará trabajo, sépase bien que pese a mis bellísimas heridas, estoy más vivo que nunca. En lo más hondo del hueco en el que vivo, soy inmune a todo.

domingo, octubre 26, 2008

A la orilla del rio Paraguay


Aquí tenía que ir un cuento, pero la verdad es que por razones específicamente de orden técnico a esa vaina no le dio la gana de quedar como debía. Un dia de estos lo pongo, o lo elimino de plano. A la salud de los que hemos visto a este muchacho.

miércoles, septiembre 17, 2008

DE CÓMO UN POLLITO ME VOLVIÓ ATEO


Antanas Drake



PRIMERA PARTE

Yo tenía siete años y un pollito y quería ser veterinario, como Noé. Yo quería ser veterinario para tener un barco enorme como el que tuvo Noé…
En aquella época yo creía que Dios me hablaba en los pensamientos, pero la primera vez que esa voz celestial en mi cabeza me dijo: “Mata a tu madre”, me asusté y supuse que alguien que le dijo eso a mi mente infantil que soñaba con ser veterinario, no podía ser Dios. O tal vez sí lo era, total; si él había creado el universo universal, bien podía hacer lo que le diera la gana y decirle a un chico como yo algo como eso. Ya me encargaría yo de cumplir su mandato.
A Wilfredo (así se llamaba el pollito) me lo había regalado mi padrastro comunista en uno de los viajes de mi madre al campo para verlo y para hacer chiqui chiqui con él, mientras a mí me mandaban como si fuera un retrasado a sentarme a la orilla del lago donde mataba el tiempo pescando unos bichos que además de feos a la vista eran feos si uno se los quería comer crudos.

Wilfredo era un pollito de buenos sentimientos, buena gente, que quería ser un gallo de bien, con plumas brillantes y cresta roja libre de parásitos. Eso me dijo la primera vez que lo vi, cuando lo levanté en las manos y volteé de una patada a la mamá gallina que venía con ojos histéricos a sacarme las tripas. Yo lo acariciaba casi hipnotizado por esa especie de gamuza amarillita que le cubría su cuerpo de pollito y que pronto se convertirían en plumas que lo definían como un “ave”, según la explicación de un diccionario que mi madre me había regalado por ser yo un buen estudiante. Cómo no iba a ser buen estudiante si al mínimo indicio de una mala nota ella me partía la cabeza a palazos. Exagero un poco, pero la idea es esa.

Wilfredo era amarillo pero tenía una bonita raya negra que le subía desde la base del pico entre los ojos, le pasaba por la cabeza y seguía por la espalda hasta casi llegar a la colita. Yo quería a Wilfredo porque él dependía de mí para vivir y yo me sentía bien ayudándolo a crecer mientras yo mismo crecía con él. Corría detrás de mí con sus pasitos cortos, siempre diciendo: pio pio pio, que en lenguaje de pollitos quería decir: “No te hagás el loco y dame de comer”.
Después de la paliza a la mamá gallina (que renunció a él después del garrotazo que le propiné) y del regalo oficial del tipo que agasajaba a mi madre, me llevé al pollo al cuartito de alquiler en el que vivía en la ciudad. Allí alimenté al pollo, lo cuidé y juré por la mamá de Bamby que jamás me alejaría de él.
La primera noche conmigo lo acosté en mi cama, junto a mi cabeza donde se durmió diciendo en mi oido: Pipi pi pi pi…pipi pipi piii….pipi pipi piii. Lo que en lenguaje de pollitos quería decir: “No se si me cago en tu cama. Soy un pollo, y las camas limpias nos vale madres porque nosotros no sabemos para qué sirven las camas”. Qué se yo qué más decía el pollo. Era muy locuaz y me hacía sentir acompañado.

A la mañana cuando desperté no lo vi a Wilfredo. Mi madre se había ido a su empleo de enfermera, de modo que no había a quién preguntarle lo que había pasado con el pollito. Desde mi cama lo llamé a gritos, pero cuando me levanté por completo, vi a Wilfredo muerto, hundido en el colchó justo en el sitio donde yo había estado durmiendo. Tenía una macabra mueca de terror en sus ojitos abiertos y yo creí que su último pensamiento había estado dirigido a mí y que me decía: Pi pi piipipi, o sea: “Vengá mi muerte de alguna forma porque sé que no queriéndome matar, lo hiciste. Ha, perdón por cagarte la cama”. Ese había sido su último pensamiento.
Tenía sus alitas crispadas, como si hubiera luchado con todas sus fuerzas para sacarme de encima de él. Hasta ese momento yo nunca había sentido un dolor así, pero no fue por eso que renuncié a la fe, fue por lo que pasó después…


SEGUNDA PARTE

Aún hoy cuando lo imagino a Wilfredo muriendo bajo de mi cuerpo pese a que lo amaba mucho, me estremezco. Tal vez antes de morir el pollito gritó: Piiiiiiu piiiiiuu piiiiuu piiiiuuuu…Lo que en lenguaje de pollos quiere decir: “Apartate amarillo de mierda!!!!”, y claro, después me dirigió su último pensamiento pidiéndome que lo vengara. Ya no quiero hablar de Wilfredo…

Bueno, debo explicar cómo Wilfredo me volvió ateo.
La mañana en que encontré a Wilfredo aplanado en la cama, mi madre había vuelto a su empleo de enfermera y yo lloraba a moco tendido. Fue entonces cuando en la Tv escuché que empezaba uno de esos programas de la fe en el cual cientos de personas en vivo alababan a su divinidad y un tipo en mangas de camisa, agitando un libro negro, hablaba de vida eterna y otras cosas que en ese momento le hacían falta a Wilfredo. Entonces yo, un chico de siete años, aún creyente, levanté el cuerpo muerto del pollito y encima de un plato de plaqué lo puse delante del aparato de la Tv.
Con un fervor que no me conocía me sumé a los rezos de la gente en la Tv, supliqué a Dios para que reviva a Wilfredo, cerré los ojos con fuerza rogando por que volviera (a ratos abría yo un ojo para ver si ya me habían escuchado allá arriba y Wilfredito estaba de pie, mirándome con sus ojos de pollo niñito). Pero nada, el pollo seguía tendido, planito y aplastado como si fuera de juguete. Aún así, no caí en la desesperación (a estas alturas ya saben cómo acaba este relato, pero igual lo voy a terminar). Pensé que mis rezos no servían de nada porque Dios desde el cielo no podía ver a mi pollo por culpa del maldito techo del cuartito de alquiler donde mi vieja me dejaba encerrado cuando se iba a trabajar. Así que en el platito de plaqué en el que lo había puesto a Wilfredo, lo saqué por la ventana y lo puse en una mesa que había arrimada en la pared por el lado de afuera.
Allí lo vería la divinidad, que aguijoneada por mis súplicas inocentes, me haría el favor de darme bola. Seguí orando y al rato, ya no estaba el pollo. Asumí con alegría que éste ya se había levantado y estaba comiendo retoños de pasto en el patio de la casa, pero lo que había ocurrido era exactamente lo que ustedes están pensando: Un gato corría con Wilfredo en el hocico sin que yo pudiera hacer nada. Yo le había fallado a Wilfredo dos veces. Había prometido protegerlo, y lo había matado; lo tenía que resucitar, y más bien lo entregaba para que un gato se lo comiera como si fuera un animal muerto. Wilfredo no era un animal, era mi amigo.
Entonces me volví con rabia hacia la tele y violentamente cambié el canal en el que predicaban "la palabra" y lo dejé en uno que mostraba a Jerry corriendo por su vida mientras Tom estaba que lo alcanzaba.

Allí fue cuando me dije que si EL no podía revivir a un triste pollo niño por el pedido de un chico libre de todo mal (o sea, algo súper fácil ya que él era Dios pues), entonces yo no podía creer que él haya creado el universo. Aunque claro, tal vez como él había creado todo, y podía darse el lujo de ser bueno o ser malvado si le cantaba la voluntad, entonces bien podía no darle la gana de revivir al pollo. Pero yo fui intransigente, no habían excusas que valgan: Renuncié a EL de plano y me juré a mí mismo que por pura represalia a su intransigencia yo no le haría caso en eso de matar a mi madre. Y no lo hice. Creo que estamos a mano.

lunes, septiembre 08, 2008

ESTO NO ES LO QUE PARECE...

























A Vicente…Por su muerte tan…
A Auter, por haberse jodido la vida por tan poco.


Una cosa no tuvo que ver con otra… pero sí tuvo si uno se lo piensa bien.
Nadie se extrañó de que le volaran la cara de un escopetazo porque la mitad de los hombres presentes en la fiesta la noche de su muerte tenían motivos para matarlo al igual que casi la totalidad de las mujeres. Él era de esos tipos que se agarraban lo que querían ya sea con su encanto de actor de cine o con el poder de la plata de su viejo que siempre se encargaba de arreglar los entuertos de su hijo por las buenas o por las malas. Después de todo, en esa época los Fernandez eran la ley en Santa Rosa y cualquier disputa con ellos era señal de que se estaba cayendo en desgracia. Y es que en un pueblo de gente pobre que se ganaba la vida sembrando arroz o cortando madera en nuestros famosísimos aserraderos, una miseria de plata en un arreglo “por las buenas” apaciguaba las broncas. O eso parecía.

Adrián no era malvado, al menos eso había dicho el cura el día que dimos nuestra primera comunión, aunque él se rió un poquito mientras hablaba el cura porque él iba a la Iglesia no por ser un buen cristiano, sino porque ese era un buen sitio para conseguir muchachas, no necesariamente vírgenes, pero muchachas al fin. Bueno, Adrián sí era malvado, pero su maldad radicaba más que en una inquietud de espíritu, en una especie de tradición familiar que incluía entre sus virtudes la prepotencia y el despilfarro que le daba el poder de la política y el dinero de su familia. O sea, era malo porque se lo habían enseñado.

Yo lo empecé a odiar a Adrián el día que se robó a plena luz del día a la Carmen. Ya saben, Carmen era la sensual hermana mayor de algún amigo por conveniencia. O sea, era bueno ser amigo de Ismael porque así uno podía ir a su casa de tablas y piso de tierra apisonada y verla a la Carmen de shores apretados y polera con sus tetas alegres, lavando sus calzones agachadita sobre una lavandería de cemento. Lo que más recuerdo de esa época eran los calzones de Carmen secando en las noches bajo un foco de 100 watts que se pasaba las horas de oscuridad chamuscando insectos. Recuerdo el olor de los insectos y los calzones de Carmen. Creo que esa fue mi primera experiencia verdaderamente sexual…
Por eso es que lo odié a Adrián cuando las viejas empezaron a correr el rumor que después se hizo un chisme. “Adrinacito se ha robau ahora a la hija del peón de los Gutiérrez, un tal Vargas. A ese hombre la mujer y la hija le salieron putas, eso es castigo de Dios nomás”.
No, Adrián se podía robar a todas, menos a Carmen. Aquella fue la primera vez que le dije hijo de puta a alguien, pero en ausencia. Apreté los puños y dije: Adrián se da el lujo de ser un hijo de puta y nadie lo castiga…
Carmen tenía 20 años y se paseaba con el desenfado de una mujer que se siente inalcanzable entre nosotros, una muchachada descalza y calenturienta de 15 años que la habíamos convertido en nuestra diosa del sexo. La habíamos visto bañarse y luego cambiarse delante de nosotros cuando no estaban sus padres en casa (pese a las malas caras de su hermano Ismael). La habíamos visto tantas veces envuelta en esa su piel blanca moteada de negro en la entrepierna y las axilas que mi generación de amigos se inició en el ejercicio de la masturbación pensando en los senos y en el culo de Carmen, y pensando también en ese olor raro que dejaba Carmen en el aire cuando pasaba por nuestro lado. Ella pintaba el aire con un olor que después reconocí cuando metí por primera vez mi boca entre las piernas de una mujer.

Y bueno, cuando Adrián se la robó a plena luz del día no lo detestamos a él, sino a ella. Desde ese día yo ya no me quedé más tiempo que el verdaderamente necesario en el cuartito de tablas que me servía de ducha usando para ello agua de un balde. No me hice más la paja pensando en ella. Pensaba en Madonna que entonces se veía peor que ahora pero que era lo más bello que la Tv me había regalado.
Adrián se la robó a Carmen como es debido: le endulzó el oído la noche anterior en un encuentro en la plaza después de misa, al día siguiente la fue a recoger para después re cojerla los otros días, puso las pilchas de ella en el cuello del caballo y con una mano la hizo volar hasta las ancas del animal para luego llevársela a una de sus estancias a la mitad del monte por dos semanas. Después, a caballo como se había ido, la trajo evidentemente recojida y la botó en la puerta de su casa como una bolsa de papas y se fue tranquilisimo, como si recién acabara de ir al baño. Carmen quería salir de pobre y Adrián fue una muy mala opción.

Adrián tenía 18 años y era mi compañero en el colegio. Iba al colegio porque le daba la gana y perdía los años porque le daba la gana también. El colegio, al igual que la Iglesia, era un buen sitio para conseguir mujeres. “Con las tierras y la vacas de mi herencia puedo vivir 300 años sin preocuparme en la minucia de trabajar” me dijo la única vez que miró para abajo y me habló como para explicarme el porqué siendo tan grande era mi compañero de curso.
Cuando Adrián se deshizo de Carmen dejándola mancillada en la puerta de su casa, el padre de Ismael de pura impotencia amarró a Carmen con una cadena de perro en un árbol de tamarindo que había afuera de su casa de palma y barro. La tuvo allí sometida a la humillación de la vergüenza familiar sin darle de comer ni de beber por cuatro días hasta que los tobillos le sangraron y los perros callejeros se empezaron a alborotar con el olor de Carmen. Después nunca más supimos de ella. Salvo que había tenido un novio cuando se fue con Adrián.

La noche de su asesinato, Adrián llegó a la fiesta solo. Llevaba el cabello amarrado con una cola de caballo, su sonrisa impecable, unos zapatos reebok negros, un jeans azul, una camisa de marca color crema y todo eso metido en el aura de su perfume amaderado de Lacoste. Pasó por mi lado, caminó entre la gente sin ser tocado por nadie, se sentó en una mesa reservada para él frente a la pista de baile, manoteó socarronamente al pasar el culo de la reina del carnaval de ese año sin que nadie le diga nada y amargado por quién sabe qué empezó a molestarlo a Rodolfo tirándole bolitas de papel servilleta mojado en cerveza.
Rodolfo era un tipo mayor que Adrián, pero que parecía menor que yo por su estatura pequeña. Ni siquiera llegaba a la condición de enano, era más bien alguien adulto metido en el cuerpo de un niño, de modo que para dejar clara su situación le habíamos puesto por sobrenombre “el viejo”, el mismo nombre de esa serie alemana de detectives que salía en el único canal visible en el pueblo. Bueno, a veces el canal de mierda no funcionaba, así que había que mover el bambú que sostenía la antena hasta encontrar la puntita de las hondas de Tv. Pero esa es otra historia.
Con Rodolfo jugábamos al fútbol por las tardes y en la mañana él se pasada la jornada vendiendo empanadas de arroz y queso por las calles de tierra roja de Santa Rosa. De él no sabíamos nada porque en realidad vivía en otro barrio y llegaba hasta nuestra calle para sumarse a la fiesta del futbol descalzo sobre pasto y luego se iba casi sin decir nada. Le molestaba que se burlen de su estatura, así que lo hacíamos con más ganas para empute de él aunque nunca llegaba a la violencia para defenderse, amén de uno que otro ademán de silencioso y profundísimo disgusto.
De modo que esa noche a nadie le importó que Adrián moleste a Rodolfo, ni a ninguno de los otros tres tipos a los que estuvo molestando el hijo mayor de los Fernández, tirándoles igual papel mojado en cerveza sólo porque en ese momento le cantaba el culo el joder a la gente.
Ismael estaba parado conmigo junto a la puerta de entrada de la fiesta. No habíamos entrado porque la cerveza era cara y la mujeres no nos miraban ni por chiste, así que no valía la pena gastar una plata que no teníamos por tan poco premio. Cuando Ismael me señaló el sitio donde estaba el que había sido novio de Carmen tuve un mal presentimiento. Vi a un morenísimo peón de ojos indios y torso de cargador de troncos que miraba con más que odio a Adrián Fernández, el pobre Adrián que envuelto en su colonia europea y sus camisas de marca, se cagaba en todos con su mirada de desprecio rodeado por dos guardaespaldas inexpresivos sentados a su lado.

Entonces apareció por la calle el padre de Carmen que venía decidido a entrar a la fiesta, pero Ismael y yo lo detuvimos en la puerta para que no lo hiciera y se quedó hablando a gritos con nosotros, diciendo que eso no se iba a quedar así, que nadie se iba a ir a burlar de él de esa manera, que siempre había sido un buen ejemplo y había cumplido a cabalidad el papel de padre y madre desde el día en que la mamá de Carmen e Ismael se había fugado con un catequista católico. Mientras el hombre evidentemente alcoholizado hablaba, vi salir de la fiesta al novio de Carmen con la notoria convicción de vengarla esa misma noche. Detrás suyo salió Rodolfo y dos tipos más que no reconocí y cada uno cogió caminos diferentes en esa noche que preludiaba algo más que lluvias. Al final Ismael entró con su padre a la fiesta resignado ante la imposibilidad de hacer cambiar de opinión a su padre y decidido a ayudarlo en lo que sea necesario. Lo vi mirarme como pidiéndome auxilio, pero yo por cobardía no me atreví a sumarme a aquello y me quedé parado en la puerta, sin saber qué hacer. En un momento a otro alguien entraría a la fiesta y le daría un arma al peón de los Gutiérrez, a ese al que la mujer y la hija le habían salido igual de putas según decía la gente desde la fuga de Carmen.
Adrián bailaba cumbia pegadito con una chica que acababa de llegar de la ciudad y que no le conocía la fama de malnacido que lo seguía en cada esquina de Santa Rosa. Era una chica bonita, demasiado niña bien como para bailar con otro en esa fiesta de sábado en un pueblo de peones.
El novio de Carmen volvió a la fiesta con tres tipos más y se sentaron sin disimulo a dos mesas de la Adrián. Uno de los guardaespaldas de su padre se acercó a decirle algo al oido mientras bailaba y fue entonces que Adrián le clavó sus ojos burlones al novio de Carmen y se llevó la mano a la cintura para advertirle que estaba armado, de modo que no se enteró de nada cuando le deshicieron la cara de un escopetazo.
No se enteró cuando su asesino avanzó entre la música, la borrachera y la multitud con la escopeta de cazar tigres de sus patrones; ni Adrián ni sus guardaespaldas le dieron importancia cuando el muchacho llegó hasta la cara de Adrián. Le miró a los ojos y de un tiro que dejó a un guardaespaldas herido, vengó sin mayores aspavientos y delante de todo el mundo el puñetazo que le había dado Adrián sólo porque sí después de haberlo jodido toda la noche con los benditos papelitos mojados en cerveza. Adrián no debió molestar a Rodolfo. Rodolfo era un tipo que no molestaba a nadie y que claro, como todos nosotros, seguro estaba aunque sea un poquito enamorado de Carmen. Por eso se venía desde el otro barrio a jugar fútbol con nosotros pese a que nos burlábamos de su tamaño, para verla a ella aunque sea un ratito, sentada sobre el pasto con el sexo ceñido por los shores y la ausencia de ropa interior, mostrando bajo la blusa sin sostenes el milagro de esas tetas cuyo recuerdo lo seguirán consolado también en los años que aún le quedan por vivir en la cárcel.

sábado, agosto 16, 2008

SOBRE EL TRONO ESMALTADO, BOCA, FUGUET Y UN ACIDO CONTRA LA SARNA

Nadie me preguntó pero lo voy a decir sólo porque me da la gana. Hoy me di cuenta que la inspiración es como la arrechura, si no la soltás cuando es debido después la paja te sabe a poco. Algún cófrade de los cinco dedos de furia podrá decir que eso es un consuelo, que gracias a los cinco dedos de furia me he evitado esa dura y fea enfermedad venérea que es la crítica. Ellos me hubieran dicho: pobre diablo sin talento; y yo de una los hubiera tratado de hijos de putas así sin vaselina. Pero hoy no quiero escribir, no tengo un "tema" y hablo de la inspiración nomás por no decir que alguien volvió a trancar mi trono esmaltado. Hoy me siento raro, no sé, es una mezcla de muchas cosas. A ver... Boca campeón, Fuguet y su modo mapuche de bañarse con paraguas, la influencia de Carpentier que me sigue con la tenacidad de una "ella" despechada, pero por sobre todo, me jode mucho la sarna. Sí, sarna. Todo yo huelo a ese ácido amarillo de olor penetrante que me tengo que untar en el riel erguido de mi cuerpo con un trapito húmedo cada mañana. El ataque del bicho subcutáneo me ha develado en toda mi debilidad: Soy nomás un pobre y triste mortal...y encima sarnoso.  Como no quiero pensar en la sarna, ni en Boca que ya no es campeón de nada, ni en Carpentier, pienso en Fuguet. Me acabo de dar cuenta de que a Fuguet sólo lo entiemdo cuando estoy adormercido por la coca o cuando estoy moviéndome interiormente en el trono esmaltado, descargando vainas de verduras y tomates en el retrete. Las estupideces bien escritas que traen sus libros se entienden tan bien en esas circunstancias, que deberían venir con un rotulito desde la editorial que diga: Libros para leer cagando. 
No puedo negar que Fuguet me ha impresionado, incluso le he dicho al marrano que me lo recomendó en el diario que es uno de los cinco tipos que no me aburre de principio a fin. Sospecho que esa empatía se debe a que él escribe sobre hijaeputeses que a mí me hubiera gustado vivir. Sin embargo, no ha escrito sobre nadie pintado de amarrillo  por el ácido contra la sarna. Yo lo haré. 

miércoles, agosto 06, 2008

SOLO ANA NO ES FELIZ (RELOADED)



Me jodieron la vida. Me la jodieron, te lo juro por el Dios de estos pendejos.
De chica me robaron la inocencia con un ataque animal en mi cuarto rosado y de grande se limpiaron el culo con mi amor sin más consideraciones que la de mentirme que me llamarían después y yo les creí, no por ingenua, sino por que no me quería sentir mal, sucia, ya sabés, lo que sentimos algunas mujeres después de toda esa revolcadera que queremos pensar que tiene algo de romántica. Y ojo que esto no es una queja, es nada más un inventario de desmadres interiores, una justificación para los puntitos rojos en mis brazos.
Después de todo eso ahora me venzo a mí misma para acercarme a la gente con mañas de cazadora, para sentirme deseada, para tender emboscadas, para darle alas a los gavilanes y después cortárselas de un solo tajo (las alas), o sea, hacerles daño de verdad. Pero claro, eso no los daña nada, pero me consuela pensando que sí.
Para no sentirme boluda por culpa de los hombres, me volví adicta a comer corazones y a pisar poemas y mariconadas por el estilo de aquellos que sí me respetaban, y después de eso, cuando jodo el alma de un tipo buena gente y me usa un cabrón más (ya sin la promesa de llamarme), me vienen las depresiones de mamá, el asma de papá, las medicinas que yo consigo sonriéndole a algún vendedor de farmacia y el alcohol de automóvil que me tienen el hígado hecho un queso suizo o una luna de los cuentos que me contaban cuando era chica y feliz.

Vos no me conocés, pero tuve que decidir entre volverme loca o pegarme un tiro. Así que ahora me ves aquí, con esta cara de mierda, con este horrible dolor menstrual que no merezco pero que es lo menos doloroso de todo lo que me duele. Te paraste porque me considerás bonita todavía o porque llamé tu curiosidad con mi boca pintada de azul y mis uñas negras.
-No, no fue eso, quiero ese disco de los Stones…
Me ves en esta acera vendiendo cosas que no son mías, me ves con un ataque de nervios que hace que mi cuerpo suelte un olor asqueroso, con un cigarrillo de albañil en la boca, vendiendo mis cosas a un precio de risa para irme al carajo de una vez por todas. Quiero comprar un arma.
-Pero ya te dije que no me interesás vos ni tu vida, quiero ese disco de los Stones…
No, no pensés que me voy a matar, lo he deseado muchas veces pero jamás sucede...A lo sumo cuando voy caminando por la acera y me tropiezo delante de todos, ahí me muero un poquito de pura vergüenza, pero que yo sepa nadie se ha muerto completamente de vergüenza. Me muero un poquito cuando creo que empiezo a querer a alguien y entonces me vienen los ataques de vómito en un restaurate que él pagó para impresionarme (no sabe que eso no hace falta). También me muero un poquito en la universidad (que ya no puedo pagar) ante la mirada y los cuchicheos de todos esos imbéciles que no saben lo qué es un aborto o que un abogado obeso y borracho se te duerma encima. Me muero un poquito cuando debo contestar esas llamadas de números desconocidos a mi celular y después debo acudir sin hacer preguntas a la dirección indicada con condones en el bolso y otra vez la nausea que me hace dar vueltas la cabeza. Ahí me muero un poquito, pero después de limpiarme la boca y alisarme el pelo con fingida dignidad, debo seguir viviendo como todo el mundo, quizá un poco peor, pero viviendo al fin. Ya te dije, no me voy a matar, yo voy a....

…Mientras Ana me habla mirándome con mil caballos rabiosos corriédole por los ojos, oscurecida por los nubarrones de su maquillaje, mientras me cuenta de cuando en su propia casa su tío la violó a los 9 años mientras sus padres reían en medio de un a partida de naipes en la pieza de al lado, mientras me habla de la rabia que le da el que sus viejos no se hayan dado cuenta de la culpa que la comía por dentro creciendo sin decir nada; mientras confiesa que el imbécil de su novio de los 16 años le creyó que era virgen la primera vez que hicieron el amor, y el novio de los 18 la dejó enamorada y llorando como una niña sólo porque se cansó de ella y de sus delirios; mientras ocurre todo eso, no sé por qué me le quedo mirando a Ana. La miro a los ojos que se mueven nerviosamente, miro sus dedos cerrados sobre el cigarro, flaquitos y temblorosos, y me sorprendo pensando en el tamaño de la bronca que la pudre por dentro como un cáncer pese a sus 18 años. Llego a la conclusión de que ella tiene la absoluta certeza de que toda la miseria del planeta se posa sólo sobre sus hombros y que el resto del mundo es absolutamente feliz.
Por decir algo para que se calle y me venda el disco le digo:
-Pensá en Irak.
Me dice con cara de odio: Pensá en algo que te penetra el cuerpo mientras te tapan la boca a los 9 años y te dicen que si gritás, le van a decir a tu papá sobre lo mal que te estás portando...
Cuando termina de hablar se va y deja en la acera las cositas que estaba vendiendo. La veo alejarse vestida toda de negro con sus botas punk, su cinturón de metal, su blusa ceñida al cuerpo y su cabello azul. Me levanto el disco de vinilo de los Stones, dejo la plata sobre la sábana donde está el resto de sus cosas (una casita Barbie, una novelita de Cuauhtemoc Sánchez, un poster de Hendrix) y también me alejo sin mirar atrás, sin ver si la plata que yo dejé y las cosas que ella dejó se las lleva el viento o alguien más.

DESEADA DESNUDA EN LA VENTANA SAGRADA (RELOADED)


DESEADA DESNUDA EN LA VENTANA SAGRADA

Deseada apareció en la ventana como si hubiera sido un ángel de la pasión invocado por un hombre que no se arrepiente de nada... Un ángel de ojos de gata, piernas con liguero y una iguana tatuada una cuarta al sur del ombligo que venía a anunciarme cuál sería mi futuro si yo me atrevía a conocerla en su cama.
De golpe, como si en mi interior se hubiera hecho pedazos un avispero armado hasta los dientes, a Deseada la sentí goteando entre mis piernas. Goteaba, pero no en una forma líquida como hubiera podido esperarse, sino más bien en gotas de un hambre sobrenatural, de un hambre vital que me desataba una cosquilla en la panza que apenas me dejaba respirar cada que ella aparecía en mis epifanías del recuadrito de la ventana…

De modo que cuando ella floreció en al ventana mágica pensé: Mi cuerpo es una boca que la quiere comer…Y ella es su sexo que me mira: cuatro pétalos que me hablan con su lengua universal y su líquida voz profunda; una fuente de la que deseo beber hasta morir y resucitar de nuevo en la asiria cuna de su pubis…

Antes de que ella se hubiera dejado ver a través de esa ventana mágica que unía su mundo y el mío, yo acababa de escribir con la desazón de todos mis días repetidos (que me zumbaban en los oídos como si fueran tubos de neón): El mundo no me gusta como es… sólo me gusta como lo describo.

Entonces ella y sus tatuajes de iguanas, salamandras y dragones derrotados por rosas irrumpieron de nuevo en los escombros de mi vida y me dijo con palabras que despertaron al alacrán que dormía tumbado en el hueco de mi corazón: Quiero conocerte alguna vez, quiero que nos sentemos en una terraza mirando al mar con una vela y un cabernet de por medio. Quiero que hablemos como si nos conociéramos de toda la vida. Yo quiero…
Le dije:
- Traigo el alma en harapos, pero sé que vos querés volar y esconderte, como el hada tatuada en tu piel, como esa serpiente negra que te penetra por los poros y se enrosca debajo de tu lengua. En mi corazón vive un alacrán y tengo el pecho hecho un hormiguero...pero los ojos se me vuelven pies que bailan cumbia cuando te leo... No sé si quiero vernos.
- Igual quiero vernos.
- ¿Y qué pasa si después me vuelvo un adicto a vos? A lo mejor, mis ojos, mis manos, mi boca y mi olfato se niegan a percibir el mundo si no es a través de la atmósfera violeta que generás a mi alrededor, aún cuando no puedo oler el sabor de tu cuello, aún cuando no puedo quitar con mis ganas el cabello que cubre el misterio resguardado por tus hombros...
-¿Qué me harías en la terraza junto al vino, frente al mar?...
-Los tres primeros días, todo menos daño…

-Me encanta leer tus cuentos. Mi imaginación vuela con tus palabras. Te tengo en mis pensamientos, también quisiera tenerte en mi biblioteca, pero antes en el olor de mi almohada...
-Empiezo a pensar en vos…
-Me siento halagada.
A Deseada la veía a través de la culebra de sus palabras, pero no estaba, sabía que respiraba porque sentía yo su aliento en mi cara. Las manos me sudaban de ansias ahí sentado frente a la ventana sagrada por donde ella había vuelto a entrar en mi vida. Hablando con ella sentía que el moho que se había apoderado de los pasadizos de mi mente hasta ayer nomás sucumbía como una enfermedad por fin derrotada. El meteoro que había despedazado mi alma amenazando con acabar la vida que yo conocía hasta entonces, poco a poco se iba desmigajando como un pedazo de pan con el viento purificador de las palabras que iba dibujando Deseada delante de mis ojos…
- Pese a la cordillera, las sensaciones se sienten tan cerca…
- Siento como si el calor de tu cuerpo aún impregnara mis manos (nunca la impregnaron, pero prometo que lo harán), como si tu boca aún retumbara en la mía. Siento como si te estuviera esperando en un rincón apartado en la playa…Como si te acabara de divisar a la distancia…acercándote con una toalla y con una botella, espero de Merlot, sin ropa interior.
- Siento calor
-¿Dónde?
-En todas partes.
- ¿Calor de cama destendida? ¿calor de piel estremecida por un aliento que sube montado en una lengua desde el misterio de tu sexo?
-Todos…
- Llevo un terremoto dentro. Pienso en vos tendida en la playa. Sé que los besos no se agradecen. Se los toman, se los agarra como rehenes...y se pide una gran recompensa por ellos hasta declararnos adictos irremediables, hasta andar desnudos y decir: Soy Antanás y soy un adicto a tus besos...Soy Deseada y soy adicta a tu adicción.

Las palabras de Deseada florecen en la ventana sagrada una y otra vez como esos cratercitos de agua que provoca la lluvia cuando cae sobre un río… La puedo ver como a un dibujo que ella ha hecho y me ha mostrado (una espalda femenina)…La siento sentada sobre mí mientras me habla en azul, mientras me explica que sus tatuajes (un hada sensual que la hacen volar sobre el azul del mar y el cielo, y una culebra negra que significa libertad y todas las cosas que se esconden en los músculos del azul, el púrpura y el negro)... Me explica sus tatuajes y yo le vuelvo a clavarlos dedos en las caderas mientras la leo...
Ella ha dicho con sus manos elocuentes (no sé por qué pienso siempre en los talentos de su boca): Ojala alguna noche soñés conmigo…
-Mañana habrá un cuento para vos.... tu nombre será...Deseada....

Entonces la cadena de palabras escritas que nos unen se rompe y ella desaparece al otro lado de la ventana mágica que ahora tiene escrito en la frente: Deseada aparece como no conectada… A la desazón de esa marcha, el alacrán de mi pecho se tumba de nuevo en el hueco de mi corazón y entonces, tratando de no respirar para mantenerte dentro de mí antes que terminés de desaparecer, te empiezo a escribir este cuento...

CASSANDRA (RELOADED)


ANTANAS DRAKE


La chica de la foto me miraba desde lo más profundo del abismo claro de sus ojos y su cuerpo invisible era tan ajeno a ella que parecía sólo un muro de carne transparente dejado ahí, abajo del marco de la foto, por puro accidente… A mí en cambio me hubiera gustado decir que me parecía una puta, pero la verdad es que se la viera por donde se la viera, no lo parecía y eso que conozco algunas que no parecen pero se las huele a cuadras que lo son … La chica de la foto (desde la cintura para arriba) parecía abandonada en su marco de exposición como a propósito para que yo la encuentre ahora, como la había encontrado hacía diez años en otra exposición y me le había quedado mirando con la misma expresión idiota con la que la miraba ahora… Yo en cambio deseaba a una mujer y ya tenía a alguien en mente. Pero soy el menos popular de los dos (lo descubrí con la dama Placeres), así que suelo dejar que él meta la pata.

La boca de la chica de la foto estaba, pero no existía, igual que su cuerpo, que no entraba en la imagen, pero yo sabía que estaba ahí como una bolsa de algo olvidada por alguien bajo su cabeza. Toda ella era su rostro en blanco y negro, iluminado por el candor de una edad inocente que dejaba salir sin maldad los puñales del arcoiris bicolor de su mirada. Así, sin moverse, la foto soltaba ese enjambre de su propio ser a través de la rasgadura en la malla de la ventana, tras la cuál ella había sido capturada por el fotógrafo hacía tal vez unos sesenta años. Yo no hablo bien como lo hace Ernesto, pero eso no es mi mayor problema. Cuando debo decidir, elijo la peor de las alternativas y pese a que suelo fracasar por la estupidez de este tipo, siempre tengo el ánimo renovado para intentarlo de nuevo.

Cuando la ví en esa galería, la sentí indefensa, desvalida otra vez en mis senderos de caza como una trampa de amargura para que yo me la coma todas esas veces con los dientes de mis ojos cariados. Allí, de pie ante ella, me invadió la sensación de que la habían dejado de nuevo a mi merced para que yo la trague como siempre tras los labios sangrantes de mis párpados, para que ella me siga mirando por dentro ensombrecida por la oscuridad de mi propio ser, lista para decirme algo sobre mi futuro con esa su boca siempre a punto de moverse. No hablés de bocas, ante todo por favor no hablés de bocas.

La chica de la foto me miraba a dos metros de distancia, a muchos años de distancia, con la boca sellada por el paso de los años, pero igual, con el ánimo evidente de estar a punto de decirme algo. Sabía que estaba a punto de hablar no sólo por la elocuencia de su mirada con sabor a vino blanco alemán, sino también por esas galaxias que rotaban y rotaban en su mirada soltando un zumbido eléctrico cuyos eslabones sonoros unidos daban como resultado algo como un nombre de mujer. El zumbido (como el de un tubo de neón en una carretera por donde no pasa nadie) sonaba como el nombre de una mujer que había hablado por teléfono conmigo hacía diez minutos, esa, la que me había invitado a la galería sólo para probarse a sí misma que yo, pese a todo, podía ser una compañía agradable. No, vos sos un idiota, eso es lo que sos, que hacemos en una galería, se puede saber que hacemos en una galería.
Pero ese nombre en la boca de la foto era un mensaje imposible de determinar por la lejanía de su voz de galaxia y por mi torpeza de terrestre incapaz de entender su maldita poesía-zumbido-eléctrico, de modo que el nombre que la foto zumbaba desde su boca que no decía nada se quedaba flotando a la mitad del puente de aire que nos unía a dos metros de distancia y se perdía con el ruido de la ciudad que ladraba al otro lado de la ventana. Perra, te digo perra, te gusta, perra oh tu boca es para los guinnes.
Cuando tuve la certeza que era un nombre lo que se hacía pedazos entre el silencio de ella y mi ansiedad por oírla, supe sin temor a equivocarme que la chica de la foto en su violento no decir nada quería decir: Cassandra, porque yo quería oír: Cassandra. Si, siii Cassandra…Presentanos a tus invitados, los queremos conocer…



SEGUNDA PARTE

Antes de entrar en la galería donde estaba la chica de la foto, yo había andado cabizbajo sobre el asfalto y el lodo de esta ciudad sin corazón tratando de meterme en el cuerpo un poquito de calor y de ganas de vivir. Había andado húmedo bajo la oscuridad del cielo de algodón quemado, con las manos en los bolsillos, imitando con mis gestos de alguien acabadito de putear a toda la urbe tomada por la melancolía del frío y por la maldad de esa lloviznita de noche de tragedias que hacía muchos años yo le había puesto por nombre María lloviznita. Yo conocí una María que hasta ahora ostenta el record de ser la inspiradora de mi mayor número de pajas…En cuanto a la llovizna, la primera vez que tuve la oportunidad, le desaté un aguacero en la cara diciéndole que eso estaba bien, que así se jugaba al papá y a la mamá en el pueblo de donde yo venía. Es que era una mujer demasiado bella y nada exigente como para dejarla desperdiciarse en una celda de un hospital psiquiátrico. Y bueno, también fue la causa de que me echaran de ahí, pero la seguí pensando, por mucho tiempo.

El frío llegaba en forma de apaches transparentes que aparecían por las esquinas de la ciudad adormilada lanzando gritos de guerra que a mí y a los perros nos hacían poner la carne de gallina. En esas reflexiones andaba yo camino a mi encuentro con Cassandra para ir a la galería de arte, cuando una flecha de aire me pasó cerca de la cabeza. Me apegué contra la pared de la acera y me cagué en la madre del fucking apache que una vez más había atacado a traición. Un jeep con la música a todo volumen pasó corriendo por la mitad de la calle y con el calor de su motor aplastó al apache y dejó a su caballo herido de muerte. El espectro del frío se alejó de la escena apenas arrastrado por su caballo fantasma que se fue cojeando, mientras que la flecha apache que yo esquivé había ido directo a la barriga de un tipo sin edad que esperaba un bus al borde de la calle iluminada por un foco del alumbrado público. El hombre recibió el impacto y se acurrucó tanto que pareció doblarse en dos. Después estornudó bajo su paraguas negro que hacía más negro su sobretodo a lo Humprey Bogart y de urgencias paró un taxi para que lo saque de una vez de aquel lugar que lo acongojaba de tal modo que sentía que todo el aire del mundo trataba de aplastarlo mientras el corazón se le iba apagando con una fuerte explosión de dolor en el pecho. No me importó su suerte. Era otro desconocido infeliz que recibía por mí el flechazo apache. Me gusta cuando hablas así, porque estás como presente…tenes un cigarro. Cierto, no fumas. Y como hacemos, no dividimos de a un pulmón. Ja, chiste nomás es. Como se ve que no tuviste infancia jaja. Pendejo.

En otros fríos menos malparidos que este, en vez de apaches alcoholizados solían llegar piratas vestidos de fiesta y aún en los fríos más benevolentes y casi rosaditos, aparecían excitantes y aéreas amazonas desnudas montadas sobre perros negros hechos también de aire frío. Pero este era uno de esos fríos de tan malos augurios que nos había tocado la desgracia de que nos lleguen apaches pintados para la guerra. Me aburro.
Esos no se andaban con vueltas como los piratas que se conformaban con anidar en las entrepiernas de impotentes buenos tipos y de frígidas malparidas, o como el de las amazonas montadas en perros que me daban temas para ricas pajas en la oscuridad de cualquier esquina. Yes sir!!!
El frío de apaches se llevaba sin mayor trámite al otro barrio a los indigentes, a los viejos enfermos que eran una carga para sí mismos y a todo aquel que no podía defenderse del frío con una buena manta o con un buen cuerpo calentito dormido al lado, aunque sea sólo por cumplir con la sociedad que ve en la familia su núcleo fundamental según dijo la fiscal que un día quiso mandarme preso por un crimen que no cometí. Follada sea mil veces por un cerdo enfermo. Amen.
En el tiempo de calor, la ciudad hervía en cada litro de su asfalto y de sus paredes y el aire se ponía húmedo como una boca tapada por otra y pesado como un cuerpo sudoroso tensionando sus músculos o su flacidez sobre otro. En el calor no llegaba nadie, ni apaches, ni piratas, ni putas montadas en perros, salvo juanito-el espíritu de la lujuria que se encendía como napalm en la ropa ceñida y benditamente corta de nuestras mujeres. Eso era fantástico. No vaya a pensarse que esto va como una queja, aunque yo nunca había tenido suerte con ellas porque me había tocado por azar un signo del zodiaco que era una cosa para llorar en cuestión de mujeres. En fin. Vos no tuviste suerte, yo soy serpiente en el horóscopo chino y 11 en la numerología hebrea. O sea, no me quejo de mucho, sólo de tener que vivir con vos, todo un escribidor entusiasta y un amante sin estrenar.
Andando cabizbajo sobre el asfalto y el lodo de esta ciudad sin corazón, meditando sobre nuestros tipos de fríos y sobre mi pobre experiencia sexual que era demasiado alarmante como para seguir negándola (sí, lo acepto), llegué a la catedral para esperar a Cassandra e ir a la exposición de fotografía alemana. Mientras la esperaba, compré un par de revistas y un café con leche. Me senté en una banca mojada y me puse a leer algo sobre diez consejos para triunfar “a pesar de la idiotez”. Por favor, por favor, que esa rubia que se acerca no nos vea con tu maldita revista.
Antes de llegar ahí para esperar a Cassandra con un café y dos revistas, yo había tenido otro mal día. Había perdido a mi nuevo mejor amigo ni más ni menos que en un café fascista por una cosa tan banal como que el muy infeliz había tenido el descaro de decirme que Hemingway era un maricón que nunca salió del closet, a lo que yo diligentemente le había respondido con un golpe de puño en el mentón, golpe que no le hizo mella a él por tener barbilla de boxeador semiprofesional pero que me descompuso el puño a mí por tener la mano de un tipo al que le saboteaban la vida la inutilidad de sus propias manos. Yo pensé en golpearlo con la llave inglesa y luego salir corriendo, pero vos por ser correcto, volviste a jodernos la vida. Después, ante la inminencia de que me rompieran la cara por segunda vez, tuve que decirle que él tenía razón, que Ernest era un gran marica que se hacía el torero-boxeador para parecer macho y que mi golpe había sido una reacción estúpida de mi parte. Ha sido sin querer compadre y prueba de ello es que te he dado tan mal el golpe y me he hecho mierda la mano. Vos no pensarás que yo tiro mis golpes así de malos, sos mi nuevo mejor amigo hace dos semanas y sabés que soy del campo, allá tomás leche de la teta de la vaca y si no le partís la cara a alguien una vez al mes, no sos considerado un hombre ni para conseguirte novia ni para jugar en un equipo de fútbol por más miserable que sea. Todo mentira, no tenés amor propio.
Y antes de que él argumentara la paliza que me iba a dar (estaba tratando de sacarse la musculosa para no mancharla con MI sangre), yo había salido corriendo de ahí como solemos hacerlos los hombres civilizados que no creemos en las confrontaciones de hecho que nos devuelven sin escalas a un deplorable estado de barbarie. Primera vez que me sentí orgulloso de tu cobardía. Ese tipo nos iba a matar, a no ser que hayas reconsiderado lo de la llave inglesa y…

De modo que con la mano hinchada y el orgullo hecho pedazos, mi único consuelo era Cassandra, que me había invitado a la exposición. Para encontrarme con ella y olvidar el incidente con mi nuevo mejor ex amigo, yo había caminado en esas primeras horas de la noche cruzando calles llenas de vehículos siempre urgentes, semáforos que nadie respeta y charcos de mala leche que había que eludir con verdadera habilidad circense para que los choferes hijos de puta no lo embarren a uno con la mugre de su cerril ignorancia. Es decir, lo ensuciaban a uno porque les daba la gana, no porque siguieran una filosofía que explicara el concepto y la metáfora del acto de embarrar a la gente. La ignorancia carajo.
Casandra me había hablado a modo de simple comentario sobre esa exposición y yo le había dicho: “invitame”, y ella había dicho: “Te invito... Qué fácil sos”, de modo que después de huir de mi ex amigo fascista y de andar por la ciudad, ahí estaba yo en lo de la catedral, leyendo una revista y tomando un café, cuando las campanadas de la torre de ladrillos me dijeron con su lengua de metal que ya era la hora en que se tenía que abrir la exposición, pero Cassandra, Cassandrita aún no había llegado. Te has imaginado su cara de placer, lo has hecho, che, Ernesto, lo has hecho.
Entonces me sonó el teléfono celular. “No puedo ir, acabo de vomitar, creo que he bebido combustible”, fueron sus palabras, echando mano inescrupulosamente a la tercera excusa más vieja del mundo. Y colgó, así, sin más. Bueno, no colgó porque esos teléfonos no se cuelgan. Apretó el botoncito que dice colgar y yo dejé de escucharla en mi lado de la línea. Se me calentaron las orejas pese al frío, tiré al basurero el vasito de plastoform en que había estado tomando el café con leche, doblé las revistas, me paré con rabia y empecé a caminar otra vez con mi mano hinchada dentro de un bolsillo bajo los focos del alumbrado público. Caminé entre los motores de esos malditos insectos metálicos que dominaban la ciudad desde el día que había llegado el primero de ellos, quién sabe cuándo putas había sido. Estaba cabreado, me daban ganas de ir a buscar al boxeador que era mi ex nuevo mejor amigo para recuperar un poquito de mi dignidad, pero estaba claro que las estrellas confabulaban en mi contra por culpa de mi maldito signo zodiacal. Entonces alguien al pasar me preguntó la hora y le dije de mala manera que no sabía y me sentí un poco vengado, un poco feliz por abofetear al mundo con mi rudeza a través de ese pobre inocente que me había preguntado por la hora y que yo le había contestado de muy mala forma un seco: no sé. “hijo de puta” me contestó y se alejó sin darme tiempo a responderle y yo pensé en lo mal educada que es la gente carajo. Fingí que no me lo dijo a mí y de una patada levanté por los aire un vasito de café vacío que alguien había tenido la marranez hereditaria de dejar tirado en plena plaza central de la ciudad. “Marranez”. No te conocía esa bonita palabra. La puedo usar, si, puedo usarla.

TERCERA PARTE

El café con leche que me había tomado esperando a Cassandra aún me daba vueltas con rabia en la boca cuando llegué a la sala de exposiciones de fotografía en la que ya había gente, no la gran cosa, periodistas, cámaras, gringos, ociosos de toda ley, lo de siempre. Ahí, en el salón pulcramente iluminado por una luz demasiado limpia para a lo que mis ojos estaban acostumbrados, se desplegaba como un paisaje lunar esa magnífica exposición de fotografía alemana. Borré de mi mente a los vivos que intercambiaban sonrisas de “cómo estás querida” y apretones de mano de “tanto tiempo sin verte” y me concentré en las fotos.
Me llamó la atención los rostros en blanco y negro de gente que había estado en este mundo muchísimo antes que yo (o sea, los tipos de los retratos) y de inmediato pensé en la asimetría de la situación: Yo los veía desde la comodidad de mis piernas moradas de frío, pero ellos ni sabían que yo y otros como yo los veríamos en el futuro, en este futuro transformado en presente gracias a la progresión de los calendarios. Para mí, ellos eran rostros sin nombres como podían ser las personas que uno se encontraba en la calle a diario, o estas personas que estaban conmigo en la galería, gente cuyo valor para mí era igual a cero. Bueno, no tanto así. Para mí, cada persona a mi alrededor era una historia con piernas, una memoria latente, pensamientos activos todo el día entrando y saliendo de mi cabeza como rayos de luz sin mi consentimiento. Ya desde niño me aterrorizaba la idea de estar en medio de una multitud y escuchar el murmullo de todos sus pensamientos al mismo tiempo, jodido por no poder escucharme a mí mismo, cabreado casi hasta perder el equilibrio y tropezarme con mis propias piernas. Yo pensaba en Flor, sentada a mi lado en la banca de la escuela. Ahora que somos grandes no me la puedo imaginar tirando. Entonces sí podía. La imaginaba grande, haciendo lo que hacía madre con el padrastro alcohólico o lo que yo hago cuando vos cerrás los ojos reprobando mis acciones. Para las fotografías yo era nada, (como yo para Flor) lo cual estaba bien, porque yo me llevaría sus imágenes y no les dejaría nada a cambio. Sí, te gozo, pero sin compromisos. Pensé eso. Siempre habías querido decir eso Confesá. Sí, sonreí cínicamente y descubrí que tenía músculos de la cara que jamás había usado.

Vi fotos de mujeres viejas abrazando muñecas más viejas que habían sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial. Ví muñecas y mujeres que contaban su historia desde la boca improvisada de sus miembros mutilados (algo parecido había dicho Cassandra alguna vez). Habían tipos mirándose al espejo, sacándose fotos a sí mismos, fotos que yo veía ahora a cambio de nada. Volví a soltar esa sonrisa malvada. Me empezaba a gustar, hasta me sentía capaz de mirarle a la gente a la cara. Algo de Antanás se me empezaba a pegar. Buen chico.
En la exposición había una foto donde se veía una estatua de luchadores grecorromanos desbaratada junto a ataúdes con cadáveres de una revuelta popular en Budapest...La humanidad le había dado un puñetazo mal dado a algo más grande que ella en más de una ocasión y miles de personas habían pagado la furia de la bestia desatada: la guerra. Me aburro.
Entonces una reportera demasiado bella me sacó de una patada de mi mismo cuando noté que me miraba con interés. Me excito. Para impresionarla “aún más”, enderecé mi espalda, levanté mi mentón de judío y traté de lucir lo mejor posible mi porte de un metro con setenta y ocho centímetros, exhibiendo para ella mi mejor perfil de héroe de historieta. Ay Dios. Ella tendría que decir al verme: “todo un ejemplar en condiciones de apareamiento”. Por mi parte, yo no diría nada, a ella había que darle nomás sin mayores argumentos. Entonces me di cuenta que no era a mí en quien había clavado sus ojos, sino a una fotografía de unos patos alzando vuelo que había justo detrás de mí. Ramera, se hace la importante. Y ahí me dije: al diablo, si no hay amor, habrá piedad o resignación, no importa. Alguien me hará padre alguna vez. Es la ley de la vida. No hay nadie tan feo o incapaz como para no aparearse. Entonces me invadió un sentimiento de rabia que a punto estuve de darme un golpe en la cara como solía hacerlo en casos así, (es mi forma de castigar tu pelotudez) pero el dolor de mi mano me hizo reflexionar sobre el lugar en el que me encontraba.

CUARTA PARTE

El café con leche que había tomado mientras esperaba a Cassandra en lo de la catedral ya era una bola sólida en mi boca, así que para irme de esa asfixia causada por el exceso de gente me volteé para buscar la salida y me encontré de frente con el marco de la chica de la foto. Me miraba desde lo más profundo del abismo claro de sus ojos y su cuerpo invisible era tan ajeno a ella que parecía sólo una pared de carne dejada bajo su cabeza por un terrible accidente.
Estuve casi un minuto mirando cómo habían galaxias expandiéndose en el planeta de su iris. Me safé de su mirada por unos segundos como un luchador que anula una llave y miré el recuadrito en la parte inferior del marco: Foto de fulano de tal, sacada en el año 1950 y algo. Conté con los dedos los años que habían pasado. Casi 60. Ella miraba la cámara detrás de esa malla rota en la ventana que sólo dejaba escapar los puñales de su mirada. Tal vez pensaba en quién podría ver en el futuro aquella imagen; tal vez se preguntaba quién era el tipo aquel que la encañonaba con la cámara fotográfica, tal vez no sabía qué era una cámara fotográfica y estaba ahí por curiosidad. Tal vez salió a ver quién era el sujeto aquel parado frente a la casa donde ella estaba (podía ser su hogar, algún bunker rural berlinés o un orfanato alemán de post guerra). Igual esa periodista es una perra.
Entonces ahí, a la mitad de esa exposición a la que teníamos que ir con Cassandra por idea de ella, tuve una especie de epifanía. Yo hubiera preferido un orgasmo. Pensé en qué habría sido de la vida de la chica de la foto en los 60 años que habían pasado desde que el lente la capturó inmóvil como una mujer atornillada al piso por un beso. Que cursi, atornillada por un beso, no seas pendejo. En fin, seguí pensando en ella. Habría muerto por una enfermedad infantil días después de la foto, había sobrevivido, se habría casado y habría tenido hijos, o habría tenido hijos sin casarse. Habría envejecido feliz o sólo habría envejecido cansada de enfrentar al mundo y a los hombres, armada nada más con su infinita capacidad de sufrimiento con la que nacen las mujeres a falta de la fuerza bruta. No te preocupés. Debe estar violando adolescentes con el dinero de su pensión que le da el banco de Munich.

No sé porqué, mirando aquello me acordé del día en que Cassandra me había mirado así por primera vez. Tengo otra erección. Me había mirado así, intensa como una palabra herida de muerte arrastrándose por el suelo de la garganta, me había mirado así, con esa misma habilidad de escalpelo para parasitarme hasta la última molécula del cuerpo soltando esa sonrisita de delicioso cinismo que yo me quería comer todos los días de la vida desde la primera vez que la vi. Yo la verdad hubiera querido conocerle los calzones ipsofactamente.
Sí, me había mirado exactamente así. Por eso me había interesado venir a la exposición con ella, pero ella ahora estaba en su casa vomitando por la bebida incendiaria que había tomado la noche anterior. Y la chica de la foto quién sabe dónde estaba ahora 60 años después. En resumen, de una tenía sólo su voz diciendo que no venía, de la otra sólo una mirada que yo veía cada que cerraba los ojos para verla respirar o cada que pensaba en Cassandra dormida, desnuda en una cama que ojalá hubiera sido mía. Haceme caso, conozco un sitio donde en diez minutos te olvidas de las dos y te atienden con tanto entusiasmo como si fueras una estrella de rock. Pero no, su vómito había roto mis sueños. Qué looser, que frase más pelotuda, pero… Y qué, eso mismo era lo que quería decir, Por eso, con razón prefirió vomitar en su casa a venir conmigo a ver unas mierdosas fotos alemanas. Igual, por lo menos ya tenés de qué escribir cuando llegués a la casa no. Bueno, no quiero sólo escribir, ya sabés lo que quiero. Y, ya pues, conseguilo vos que a mi todas me tienen miedo. Cómo, mi vida es como correr sobre el lodo… No digo, qué frases pelotudas que te mandás, cada que pensés así rompete otro dedo, hay nueve sanos todavía. Mejor callate. Y dejé de pensar un ratito…

De modo que cuando un tipo dijo que el acto de inauguración de la exposición de fotos alemanas empezaba “oficialmente” y la periodista bonita (tenía un culo de epopeya) que había mirado la foto de los patos alzando vuelo sobre el lago detrás mío y los camarógrafos se acomodaron para tomar imágenes, me dio vueltas la cabeza y me vino algo como una erección. Por qué si no había nada erótico. Imaginate si tengo que explicarte cada que tengo una erección.
Entonces opté por salir de ahí con el sabor del café aún untado en la lengua. Me enfrenté de nuevo a la ciudad brillante de luces de pastelerías y comercios y cuando quise pensar de nuevo en los ojos de la chica de la foto sólo pude ver los ojos de Cassandra mirándome de la misma forma que el día en que por primera vez tuve ganas de comérmela a besos. Yo me la quería co…mer. Ese día, Cassandra me miraba a un metro de distancia, buscándome el corazón en la trampa para osos de mis ojos, y yo la miraba, la caminaba descalzo por todos sus senderos interiores, tratando de limpiarle con besos las serpientes de sus heridas, tratando de ensuciarle con mis manos la cima de sus senos coronados de gloria. Ahh bueno..senos coronados de gloria…Que cojudez. Bajé del bus sin contestarme el insulto y entré a mi casa de soltero con una sensación de derrota que no me cabía en el cuerpo. Yo tenía un lío en la ingle. En el bus una mina me hizo oler sus tetas y…
Ahora ella vomitaba en su casa y la chica de la foto era sólo eso, la chica de la foto y yo iba a escribir sobre ellas dos, o sea, me esperaban horas de adrenalina pura. Y bueno. No nos podes hacer esto cada que estás a cargo. Callate, Tanta paja mental carajo, rompé algo, un vidrio, una cara, un himen, que se yo, Sos un salvaje, Y qué, cuando quiero la paso mejor que vos, No jodás, No me jodás vos así, que no me dejás joder… llamala cretino. No Antanás. Llamala. No, está durmiendo. Entonces… jodeteeee!!! Y me salí dando un portazo para buscar quien me alivie el lío que se había armado en mis pantalones.

domingo, agosto 03, 2008

LAS PIERNAS DE ROSA (RELOADED)


Antanas Drake


Cuando Franco llegó a nuestra casa de la mano de esa mujer, supe que mi vida iba a cambiar para siempre.
Él y yo habíamos sido diferentes desde la época de nuestra niñez. De chicos, pese a que él era el mayor y el mimado de padre, quien imponía la cuota de destrucción en la casa era yo con la aprobación secreta de madre. Con sus ojos soñadores (los de Franco), su cabello largo y negro, era el favorito de las chicas aunque siempre le había ido mal con ellas porque sus manos de poeta nunca se habían crispado con la violencia del asesino de pájaros silvestres y perros callejeros en el que yo me había convertido desde el día que padre me regaló ese fusil de perdigones nada más para que yo salga más al campo y deje de joder y romper las cosas en la casa familiar.
Después de una infancia y adolescencia enfermiza, Franco se fue a estudiar medicina a la ciudad y yo simplemente no hice nada por mi vida. Bueno, eso hasta el día en que madre abandonó a padre para que se pudriera en su cáncer y yo me marché a trabajar en periódicos de otras ciudades porque escribir era lo único legal que yo sabía hacer con las manos.

Franco enfermó el día que padre murió en la casa (abandonado por todos, por ser quién era y cómo era, según había dicho madre el día que se largó de su lado) y al enterarnos de esa noticia, se nos dio a todos por retornar al lugar donde habíamos crecido. Primero lo hice yo, no tanto por definir la herencia de la casa, cuyo valor principal era el sentimental (cosa que a mi me importaba un rábano), sino que volví para descansar en mi pieza del segundo piso (y ocasionalmente follarme a Isabel) después de una cobertura de guerra civil en el país de al lado, experiencia que me había hecho sentir por primera vez en la vida el horror inefable de ser un bicho humano. Cuando conté las cosas que había visto allá a Isabel, mi novia de la secundaria que siempre me había pedido que la sacara de ese mierdoso pueblo, no pude controlarme las ganas de poseerla y en una playa de río rompí su promesa de no volver a tener nada conmigo hasta que yo me la llevara a la ciudad. Ese día rompí otras cosas también, es decir, su corazón por ejemplo. Isabel no me gustaba porque era demasiado perfecta y adorablemente ingenua, por lo que cada vez que me aprovechaba de ella con alguna mentira que ella siempre hacía todo lo posible por creer, tenía que irme del pueblo el tiempo suficiente hasta que Isabel lo olvidara.

De modo que cuando vi a Franco ese día parado en el umbral de la puerta de la casa donde crecimos, ahí, de la mano con esa mujer, supe que yo estaba jodido. Él había envejecido enormemente en sus trabajos de medicina solidaria en pueblitos ardientes, donde sólo se entraba a lomo de mulas. Allí contrajo una especie de tuberculosis que se había robado al hermano que yo recordaba en los días en que corríamos por los maizales detrás de la casa y me había devuelto a esta cosa sonriente y decrépita que yacía parada en la puerta junto a ella. Ella, o sea Rosa, tenía el aspecto de un pollito tembloroso bajo un alero a la mitad de una tormenta y cargaba en sus manos blancas de uñas sucias un maletita donde llevaba todo lo que le era importante en la vida: su segunda muda ropa, un espejito roto, un peine, y un lápiz labial de pasta tan escasa que debía extraerla con un alambrecito para pintarse los labios.

Parados en el umbral de la puerta, yo no sabía que Franco me iba a contar esa misma noche de su llegada, que conoció a Rosa en el camino de vuelta a la casa rural que había sido de padre. Esa noche, cenando los tres a la luz de una lámpara, él me iba a contar que en una cantina de carretera ella apareció en la oscuridad y se le asentó (como un pájaro de los que yo había matado con mi fusil de perdigones), en las rodillas mirándole a los ojos para ver quién era él y lo que él quería de ella.
Él me iba a contar que ella casi nunca hablaba, de modo que era de temer cada que abría la boca para decir algo. Ella nunca habla, cuando se siente amenazada se refugia bajo el cabello que le cubre la cara o en su cuerpito flacuchento de niña de pueblo harta del hambre y los abusos. En el umbral de la puerta ambos no sabíamos que un día muy cercano madre iba a volver a la casa de nuestra infancia, que iba a mirar con desprecio a Rosa, mujer tan poca cosa para su hijo, y que desataría sobre ella un odio casi mortal por ser chica joven en casa habitada por dos hombres, también jóvenes que podían llegar a pelearse por ella. Yo sabía que no le disputaría a una mujer así a nadie, pero mi madre me conocía. No pues mamá, ni que por lo menos fuera limpia. Por saciar tu capricho, no te importaría apuñalar a Franco y quedarte con esa mujer. Pero yo me voy a casar con Isabel. Vos no te vas a casar con nadie, le mentís a esa estúpida para aprovecharte de ella. Te conozco Gabriel y sabés que sos mi favorito. Y bueno, mamá me conocía de toda la vida...

Ahí en el umbral de la puerta, al calor del mediodía, mirándolo con su sonrisita forzada por su debilidad, yo no sabía muchas cosas que sucederían en la casa en menos de tres meses. Por ejemplo, no sabía que el día en que Franco muera por su enfermedad y que Rosa me diga que está embarazada y yo no sepa si su hijo es de Franco o mío; no sabía que madre ese día se daría cuenta de lo mío con Rosa. Ella, (madre), siempre había tenido una intuición casi de clarividente con la que había descubierto todas y cada una de las infidelidades de padre, pero yo no podía sospechar que también descubriría lo mío con Rosa. Al descubrirlo (vería la felicidad en mi cara al volver de enterrar a Franco), madre desde su luto me miraría sin decirme nada con la suficiente convicción como para que yo entienda su mensaje inapelable.
Ese día en la puerta, con Franco jadeante y sudoroso por el peso de la tuberculosis, con Rosa a su lado, yo no me pude imaginar a madre sentada en el fondo de la sala, estudiándome desde su rincón del dominio familiar antes de decirme con su voz de jesuita: Ya sabés lo que tenés que hacer.
Yo le dije que sí, que sabía lo que tenía que hacer, de modo que cuando madre buscó a Rosa tres días después del entierro de Franco, me vio todo nervioso con al ropa sucia, sentado sobre las escalinatas del rellano de la casa. El único criado de la vieja casa familiar subió al rellano y le dijo a madre (sentada en una mecedora, tomando el fresco a las tres de la tarde) que venía un mal olor desde las plantaciones de maíz de la casa que fue de padre. “Hay algo enterrado a la mitad de la plantación, la tierra está recién apisonada Madama. Huele mal, mire, ya se va formando el círculo de los buitres”. Madre le dijo que no importa, que deje aquello, que debe ser algún animal muerto y tras ordenarle que se tome una semana de vacaciones en el pueblo me miró con cara de reprobación, aunque yo sentí en su mirada una infinita satisfacción.
Y luego, con el paso de los días, cuando mamá me oyó llorar en mi cuarto, a mí, que había visto horrores en esa guerra civil del país de al lado; entró a mi pieza con su andar de fantasma y sobándome la cabeza dijo: Sos un buen hijo Gabriel…Y luego me pidió que me vaya para la ciudad a respirar, a vivir…y sin contestarle nada me fui. No llevé maletas ni nada pese al desconcierto de Isabel que no recibió ninguna explicación de mi parte y que al verme destrozado en mi partida (pensó que era por la muerte de Franco), juró a gritos que me esperaría para siempre.
En la ciudad me metí entre las piernas de Rosa embarazada, e hice lo mismo todas las noches del resto de su vida, mientras ella seguió soñando con el gentil Franco, llorando por el bueno de Franco hasta que un día simplemente se fue con su hijo y yo en vez de ir por Isabel que me seguía esperando empecé a perseguirla y a ofrecer recompensas por su paradero. Mamá sin saber nada me siguió mandando dinero desde la casa familiar por ser yo un buen hijo, por acabar con esa mancha en la familia, con esa abominación de la lujuria que jamás hubiera ocurrido si no era que el inservible de Franco venía con su peste y nos metía a la casa a una cualquiera como Rosa.

Entonces, ese día en la puerta, Franco empapado en sudor, jadeando por el peso de su enfermedad, me miró a los ojos con la poca alegría que aún guardaba su mirada soñadora y al fin me dio un fuerte abrazo que no fue tan fuerte dada su debilidad y Rosa se quedó de pie en la puerta, detrás de él, con una maletita entre las manos, mirando al piso. Yo le miré las piernas flacas y supe que no era una puta como lo era Isabel y su histeria por casarse antes de los 30 años. Eso fue lo dije a Rosa para convencerla el día en que Franco nos escuchó tirando en mi cuarto, arriba del suyo, una hora antes de que se muera de un ataque sobre su cama empapada en sangre…