lunes, junio 23, 2008

CLOSTRIDIUM


ANTANAS DRAKE



PARTE PRIMERA

Cagar es un tema de fondo, no sólo porque es una actividad diaria, popular, necesaria y hasta libertaria, sino porque casi nadie quiere hablar de ello, lo cuál hace que el tema me interese. Para mí, ese acto de purísima honestidad orgánica (que echa a patadas del cuerpo lo que ya no le sirve) es un problema casi existencial y considero que todos los defectos de mi moral, mi personalidad y mis supuestos sentimientos son atribuibles al clima de tensión que suelo vivir a causa de esa parte de mí que no soy yo, pero que soy yo de una forma no tan personal, pero sí esencial. Es como cuando en las iglesias los sacerdotes dicen esas vainas sobre el vino tinto parafraseando a un judío que fue ejecutado por un crimen que no cometió: tomad y bebed que esta es mi sangre, y todas las demás yerbas de banquete antropofágico con el que los católicos se comen y se beben a ese pobre hombre muy parecido al John Lennon en sus peores tiempos.

Para mí, cagar es un camino al martirio de una fe que aún no descubro pero que me impulsa a ceder a todas las tentaciones nuestras de cada día, que es la única forma en que concibo la vida. ¿Por qué siempre que subo al bus estoy que me cago en los pantalones y cuando llego a mi cuarto en el edificio de mierda donde vive esa portera aburrida y su perro salchicha que siempre hace como que no me ve, se me pasan las ganas?. Tras una angustiosa despedida con sonrisa incluida, tras pasar por encima del perro del edificio con su portera aburrida y luego de vivir la incomodidad de un ascensor lleno de gente con mierda en la panza igual que yo, abro la puerta de mi cuarto con el póster de el malecón de La Habana pegado por el lado de adentro. Entro (sudoroso, tembloroso, ansioso, algo oloroso), y voy directo al baño que tiene una linda vista a los tejados vivos de líquenes verdes de mis totalmente desconocidos vecinos; allí, como un rey exhausto me aplasto en el retrete con un libro vibrándome en las manos. El libro es para engañar al cuerpo, para evitar que se ponga a la defensiva y me joda a propósito, negándose a liberarme de mí mismo. Con el libro le hago creer que estoy ahí nomás para leer, para que crea que la lectura es más sabrosa sentado sobre un retrete siempre generoso y de piernas abiertas, claro, eso último en sentido figurativo. Y que conste que hago esa aclaración-disculpa sólo porque me da la gana, para que no se diga que soy un malagradecido de las mujeres y los retretes, que me dieron y me quitaron tanto.

El libro no evita que el cuerpo se ponga en guardia y me me joda sólo por que sí. Tras una concienciuda batalla individual en la que pongo a andar a todo mi andamiaje muscular, fracaso estrepitosamente en ese viejo arte cultivado por todos los seres vivos del mundo, porque soy un convencido que hasta los árboles, de alguna forma, también cagan. Cagar es una palabra que no suena muy bien, pero que está en el diccionario y por lo tanto tiene pasaporte para viajar por la boca de todos los que hablan este idioma, además que es“políticamente” correcta. Y si no lo fuera, igual la seguiría usando, porque creo que cada palabra tiene su personalidad propia y creo también que cagar es una palabra simpática, valiente y aliviante, aunque su pecado es ser una autentica mierda, en el mejor sentido de la palabra, o sea, es algo que nos sirvió, pero que ahora es algo que no nos sirve y nos hace el favor de irse sin hacer escenas, sin decir: “te di los mejores años de mi vida y así es como me pagas”, sin decir: “o sea que todo esto es mentira”, se va nomás dándonos el gusto de acabar la convivencia de horas de digestión dando uno el portazo rectal. O sea, el sueño de todo hombre que se precie de ser egoísta.

Por que no se habla de ella abiertamente. Los políticos más hábiles hablan una igualdad en la que no creen, sabiendo que es una mentirita pelotuda para gente más pelotuda por creerles; los médicos hablan de IRAS, EDAS, VIH, ETS, y vaya a saber uno de qué otros códigos policiacos más; los poetas son más boludos porque hablan de orgasmos espirituales (casi todos son unos mal cojidos), de edificios en formas de penes y de almas que no son más que la sábana de gas que cubre su inutilidad práctica como seres humanos. Hablan de cosas que sólo conocen a través del humo de las palabras, pero nadie habla del sublime acto de cagar, o de la mierda nomás al desnudo, discriminándola insensiblemente, como si ella no estuviera presente en la puntita del colon de dos personas cuando se sonríen, se saludan, se dan la mano para despedirse, se dan un beso, se meten mano, hacen el amor o cojen nomás (a qué hora termina este que quiero ir al baño) o cuando entran a la incómoda atmósfera de los ascensores y se hacen los que miran al techo, mientras los otros siete tipos tienen también esa serpiente de mierda palpitándoles en la panza como si fuera un aliens de película hollywoodense.

Conmigo la mierda no hace escenas, pero mientras estoy en el retrete, ahí pujando con todas las fuerzas de mi alma ad honorem y descubriendo los odiados monstruos de Hemingway, me vuelvo un candidato enorme a tener una coqueta hernia en el costado, como la que tenía Cristo.

Bueno, eso no era una hernia propiamente dicha, era una herida abierta que se parecía a un sexo femenino afeitado y menstruante. Alguna vez aquello me hizo pensar que el crucificado era un hermafrodita fruto de alguna fallida prueba nuclear romana. Naturalmente era una boludes, ya que los romanos jamás fallaron en una prueba nuclear. En fin, creo que es lo mismo, ¿acaso una hernia no es una herida por dentro?, ¿que más da un lanzazo, un sexo femenino bajo la cuarta costilla o un intestino que se abre paso por el músculo nada más porque a la señora mierda le entró el pánico escénico, capricho infantil o timidez rural y no le dio la gana de salir al mundo del retrete y su tsunami de 12 litros de agua?…


PARTE SEGUNDA

No, toda esa tesis sobre la mierda y el acto de cagar no era un buen tema para pensar en un momento como ese…
Se sacudió los mosquitos con el diario que tenía en la mano mientras oía llegar cantando a ese magnífico amanecer en medio de la selva. Le entró un estremecimiento en el cuerpo que hizo que su soledad le gustara un poquito más. Le acaba de ver las piernas al recuerdo que no lo dejaba vivir, al recuerdo que lo había obligado a esconderse en el patio abandonado de la vieja y derruida casa de su infancia y a cada momento que pasaba se sentía afligido como un naufrago al que le faltan las fuerzas para seguir nadando.

Entonces, para huir de la imagen que lo comía por dentro con boca de pez cada que él bajaba la guardia, aún sentado en cuclillas bajo los enormes árboles de mango de la vieja casona donde había gozado su niñez, recordó una cosa distinta al recuerdo que venía a todo galope dispuesto a matarlo. Las piernas desnudas de ese recuerdo asesino eran así: la pierna derecha era la imagen de ella mirándole a él hasta las tripas desde la cama destendida de sus ojos color naranja. La otra pierna era la boca de ella cerrada y traviesa como un gato pequeño.

Se sacudió de nuevo los mosquitos en el frío del amanecer y para huir de la pesadilla que era ella (nunca supo su nombre), recordó el suceso aquel que él había visto en su época de reportero en lo más hondo de la selva de Cochabamba, donde campesinos y militares ejecutaban una guerra de baja intensidad por el dominio de las plantaciones de coca. Esa mañanita, él iba en el convoy militar cuando un soldado levantó una piedra que obstruía la carretera y la rústica mina antipersonal dejada por los cocaleros debajo de la piedra le explotó en la cara soltando toda su carga de dinamita, trozos de metal, clavos y vidrios rotos. El muchacho aún daba gritos de animal y se retorcía en el suelo cuando él se acercó a verlo y lo vio sin los dos ojos y apenas con un brazo completo para seguir viviendo. Primeros auxilios de unos médicos de uniforme que aplicaban un torniquete con un cinto, el sonido de un helicóptero que llegaba para la evacuación a la clínica en Santa Cruz, y después, sólo los despojos humanos en la carretera, un tipo recogiendo de entre unos arbustos el brazo del muchacho a 20 metros de distancia del lugar de la explosión, un perro que nadie sabe de dónde salió lamiendo el asfalto, y todo como si nada, como si una vida no hubiera acabado de cambiar para siempre delante de sus ojos.

Él había ido a ver al soldado a la clínica en Santa Cruz. Lo había visto primero en la cama de la clínica recién llegado del sitio del atentado, lo había visto hundido en la oscuridad, cortado como un animal de sacrificio sobre esas horrorosas camas blancas de hospital, balbuceando desde su boca hinchada y negra que él no tenía enemigos, que sólo quería ser profesor, que para entrar a la escuela de profesores tenía que tener la libreta de servicio militar, que por eso se metió al ejército. Repetía que no tenía enemigos, que sólo quería ser maestro de gente pequeña. Mierda.
Unos años después él había encontrado de nuevo al soldado herido, pero esta vez lo había visto graduándose como chef en una escuela de cocina para ciegos, orgulloso de seguir vivo con un cucharón para freír carne implantado en lo que le quedaba de su brazo amputado. Estaba feliz y ciego, pero menos ciego que antes, porque ahora la oscuridad ya no lo asustaba y había aprendido a ver con la única mano que le quedaba. Después de todo, en este país ser chef era mejor que ser maestro.
Recordar a ese soldado le hizo olvidarla a ella por un rato, pero ella igual ella lo seguía acechando como un virus que espera su hora para atacar, que espera que el cuerpo baje sus defensas para tomarlo por completo. De modo que cuando comparó la tragedia del soldado que quería ser maestro con la insignificancia que le acaba de ocurrir a él hacía media hora (se había rasguñado un dedo con una botella rota) no pudo menos que soltar una breve sonrisa y decirse para sus adentros que esto del rasguño no era nada. Se dio un manotazo en la nalga y un mosquito gordo de sangre reventó sobre su piel.

Después del rasguño le habían entrado ganas de ir a cagar con la misma intensidad con que lo atacaba ese deseo corporal mientras iba en el bus rumbo al trabajo. Amanecía, el mundo empezaba a vivir de nuevo y él esperaba que en su cuerpo esa vitalidad también se manifestara. Se sacudió los mosquitos que le picaban en las nalgas, los pies y brazos y trató de concentrarse para poder sacar por atrás lo que había comido por arriba en esa pensión de mala muerte la noche anterior en las afueras del pueblo. Trató de mantener su mente en blanco para relajarse, pero en ese momento sin darse cuenta bajó la guardia y el recuerdo de la chica de ojos naranjas le saltó encima como un asesino a sueldo y lo dejó tan estupefacto que apenas le quedó voluntad para respirar.

Hacía menos de media hora había empezado a desarmar su camping para volver al edificio donde vivía en la ciudad. Quería volver a la ciudad para terminar de una puñetera vez el escrito que tenía trabado en la cabeza y había venido a su ex casa en el pueblo aquel a la mitad de la selva para buscar inspiración y para no dejarse atrapar por la imagen de la chica de ojos naranjas. Ella era la principal causa por la que hacía como dos años que él no avanzaba en el escrito aquel que había empezado y destruido tantas veces, víctima de su propia insatisfacción y de ella, que le llenaba la cabeza de tal modo que no dejaba espacio para nada más.

Pero mientras empezaba a desarmar la casita portátil, se había herido la mano con un trozo de la botella de cristal que él había destrozado la noche anterior en su borrachera de hombre ahogado por una tristeza tan vasta, que aquel sentimiento no podía ser llamado de ninguna manera. Era vacío, sólo el vacío lleno de algo que no podía ser y que se había quedado en el pasado. Una pavada, una mierda que no se quería ir de su cabeza, que no le servía para nada, pero era todo cuanto veía cuando cerraba los ojos.

Contrariamente a su filosofía de jamás someterse a ninguna medicina, él se había curado la herida con el licor de frutas que estaba bebiendo la noche anterior a falta de alcohol de curar. Después, para olvidar el incidente del rasguño se había ido al monte a evacuar el cuerpo, para no bajar la guardia ante el acoso de ella, para pensar en el accidente del soldado aquel y para pelear para que los mosquitos no le dejen las nalgas rojas por las picadas.

De modo que sentado donde estaba, no supo cómo contener el recuerdo aquel que le saltó a la cara como un jaguar. Toda ella lo tomó por asalto, le subió la temperatura del cuerpo, le llenó de angustia el corazón, le dilató las pupilas y de golpe la herida del dedo empezó a hacerse más grande, a sangrar y a ponerse negra. Aturdido, se levantó, como pudo ilustró su culo con una linda página del diario, fue hasta el camping a medio desarmar, cogió la botella con el licor de frutas con la que se había curado el dedo y se lo empezó a tomar para escapar de alguna forma de eso que lo acababa de poseer. El rasguño, que no era una herida, de pronto había dejado salir copiosamente sangre sin que nada la pudiera parar, como si algo dentro de su cuerpo se negara a coagular ese torrente rojo y celular por donde se le escapaba la vida. Algo en su cuerpo conspiraba contra él y él estaba perdiendo.

Durante todo ese día durmió borracho en el camping a medio desarmar bajo la sombra de antiguos mangos de los que caían dinosaurios si uno miraba con atención (él, de niño se pasaba horas mirando a esos árboles, esperando que caiga algún animal de otra época). Al atardecer, cuando despertó, estaba mareado por la fiebre y por la debilidad. Se halló sumergido en un intenso dolor que le salía de la herida en la mano. Estaba absolutamente postrado y sin fuerzas en el camping a medio desarmar que ya apestaba a mil demonios por la supuración de la herida.
Estaba en una zona apartada del pueblo, él no era apreciado por nadie a causa de su mítico temperamento e hijaeputez que exhibía con orgullo y no tenía fuerzas para tener fuerzas. O sea, estaba jodido, pero no se asustaba. El miedo era una debilidad a la que nunca había sucumbido ni en sus tiempos de hijo pobre de madre soltera y analfabeta, chico presa de burlas de sus condiscípulos por su condición de bastardo. No había temido ni cuando adolescente y campesino recién llegado a la gran ciudad se había enfrentado su nueva vida haciendo lo que le encomendaban de la mejor manera y sin pedirle ayuda ni favores a nadie. No había temido en su labor como corresponsal de guerra, ni cuando le dispararon en El Alto, ni cuando iba en los conboys militares en la zona de la guerra cocalera. Nunca. Siempre se había enfrentado a la vida con el puño dispuesto y el corazón desconectado del resto del cuerpo. A sí iba a enfrentar la muerte.

El recuerdo infeccioso de la chica de ojos naranjas se había activado en su cerebro mientras, cagando, pensaba en el libro inconcluso en la ciudad. La imagen de ella había actuado sobre su cuerpo acelerando el proceso de la gangrena. Ella era un virus, era la típica herida que queda cuando alguien cometió la estupidez de enamorarse y no hizo nada para liberarse de aquella esclavitud de cuerpo y alma. Hacía dos años que él la había visto en La Habana durante sólo 20 minutos y desde entonces nunca más la dejó de ver cuando cerraba los ojos. Se la trajo en la cabeza…ella se atrincheró en su cabeza, se acurrucó en su cerebro, se multiplicó, se le metió en la sangre, penetró en los nervios, llegó a las entrañas y a la carne, y se le metió tan hondo que hasta en la mierda fue parasitada por ella, al punto que lo atormentó privándolo del acto liberador de cagar.


TERCERA PARTE

Ella era una muchacha en una tienda de libros usados en La Habana. Lo vio entrar a la librería acompañado de otros periodistas de mayor edad (él siempre había sido el menor en todo, en el colegio, en sus trabajos). Lo siguió, flotó a su alrededor como una deliciosa mariposa, le mostró sus ojos de tigresa increíblemente naranjas y, con la primera sonrisa, a él no le quedó otra opción que mostrar la más estúpida de sus caras. Entonces, sin perder la elegancia de su porte de princesa vestida con trapos de carnaval, ella le ofreció su cuerpo por lo que valdrían tres páginas de los 20 libros que él estaba comprando por menos de tres dólares en aquella tienda de libros usados.
- No señorita. Sólo quiero libros, le había dicho bien despacito él a ella, aquella vez, quemándose por dentro y fingiendo matar su interés para que sus compañeros periodistas, mucho más viejos y respetables, no se den cuenta de lo que estaba pasando en ese pasadizo genial donde él había encontrado por fin un magnifico ejemplar del Siglo de las Luces, de Alejo Carpentier.
Ella, jinetera profesional de unos 16 años, lo miró con la misma expresión que debería tener un explorador perdido al ver una botella de agua fría en medio del desierto. Sonrió bellamente adivinando que él fingía para que los demás no se den cuenta y, decidida a seguirle el juego, fingió también que husmeaba libros junto a él. Dándole juguetones empujoncitos con sus caderas lo fue llevando hasta un pasillo poco transitado e iluminado que ella parecía conocer muy bien. Ahí, como la mejor de su oficio, se encargó de rozar con disimulo el volumen de su cuerpo geométricamente perfecto contra el de él. Fingía estirarse para alcanzar libros demasiado altos y entonces brotaba el manjar de sus nalgas sin que él pudiera evitar mirarla y apretaba el paraíso de sus pechos contra el hombro triste de él con tal maestría, que él podían contar los latidos del corazón de ambos. Él estaba acorralado, sufriendo un terremoto interior que le puso todo el cuerpo en posición de apronte y le amarró un nudo en la garganta cuando ella por fin se quedó pegada a él y le dijo mirándole a la cara con ojos de hembra ocupada en el mismísimo acto de follar:
-Tengo una pieza con ron y rumba, nadie dice nada, todas vivimos de eso. Lo nuestro es for export cabayero, le dijo y luego se hizo la tonta y se quedó esperando su respuesta, hojeando un libro en alemán, rozando sin parar sus caderas bajo su faldita blanca en las de él, actuando de un modo tan perfecto que daban ganas de aplaudirle y luego desnudarla en el cuartito de marras con el ron y la rumba y después cojerla con todo el cuerpo en nombre de la patria lejana y de todos los muertos que ya no lo podrían hacer…

Entonces, ahí, fingiendo leer títulos que ya no le importaban, él le metió la mano en los calzones de seda blanca y descargó dos dedos de lujuria en el horno de su sexo. Con cara de encantada, ella resopló despacito como si fuera una brisa marina salida de un vaso de agua, mientras llegaban hasta ellos las voces de los otros periodistas que hablaban entre sí diciendo a los cuatro vientos que tal libro era así o asá, que este autor quería decir esto o lo otro, ¿O qué opinás vos Antanás de Dostovievski?. Esteeee, pues, es el hueco más negro y delicioso de la conch… de la humanidad humana, creo. Bien dicho muchacho, ¿y qué opinas de?…Si me disculpa Robles, trato de leer algo en un idioma que no entiendo muy bien. Oh, claro chico, ¿pero vieron que yo decía que?…

Él se moría de ansias, mientras ella, en un arrebato de astucia, sin que nadie más se hubiera dado cuenta, se había dejado caer de rodillas, había roto las cadenas del cinto y tras liberar al sexo urgente de él, se lo había metido la boca. Oculta por una pila de libros, en el anonimato del pasillo menos popular, se lo chupaba como si su vida dependiera de ello. Se oía levemente el violento salir del aire por su nariz cada que se lo comía a él para luego sacarlo y volvérselo a comer con la cadencia de aquel tipo que ahogándose, saca y mete su cabeza en el agua, tratando de que alguien le salve la vida. Mientras tanto, él, sudoroso por el calor de La Habana y por el sol oscuro de la boca abierta de ella, decía a los demás que en un momento salía, Que estoy tratando de leer en inglés una versión del Ulises, que Joyce ya en castellano es una mierda, que vayan nomás, que estoy buscando un libro de Bukovski, que no hay problema, que nos vemos en diez minutos en el Malecón compañeros…
Los viejos salieron riendo. Hacía rato que sabían lo que pasaba.
Consumiendo el calor de la boca de ella a través de la bendita saliva que ayuda a abrir casi cualquier cosa, se imaginaba solo con ella entre los matorrales de lo que había sido su casa rural, allá en el pueblito aquel que había sido el único sitio en el mundo donde él había sido verdaderamente feliz. En ese mismo pueblito, derribado en el camping a medio desarmar, ahora se estaba muriendo, pensándola, aún sin poder cagar, con el brazo negro por la gangrena, apenas defendido de la muerte inminente por la fiera expresión de una erección rebelde, como la de aquella vez, en esa librería habanera.

PARTE CUARTA

Ahora él se estaba muriendo en el pueblito donde había sido feliz, evocándola de nuevo pese a tener de por medio dos años de distancia, al Caribe, la cordillera de los Andes y la Amazonia, teniéndola más viva que nunca pese al tiempo transcurrido y a los años que no la habían borrado de su mente. En sus noches más arduas, siempre la había imaginado merodeando fuera de esa tienda de libros usados, donde por diez dólares uno se podía comprar obras de valor incalculable escritas por aquellos que sí sabían escribir. Cada que cerraba los ojos la veía en la puerta de la tienda de libros, con sus ojos increíblemente naranjas, su faldita blanca, su blusa de cantante de rumbas, despistando con su carita de inocente al olfato de los guardias nacionales que se la pasaban cazando putas.
La había imaginado viendo entrar al turista (otros antes de él, él, y otros después de él) a la tienda de libros, siguiéndolo, fingiendo buscar libros que no le interesan ni un bledo más allá de su adoración por Martí (Chiquitico como Cuba, pero gigante como Cuba también, según le había dicho un taxista de allá).
Entonces un día, conciente de la cojudez que era amar a una puta que le había hecho el favor de chupársela en una librería a cambio de nada, había decidido no recordarla más. Al principio lo había conseguido, pero después, cuando el recuerdo había empezado a defenderse del olvido, a fortalecerse para no ser eliminado, cada que volvía se había manifestado con dolores corporales, como los síntomas de una enfermedad letal. Esta vez, el recuerdo había atacado más fuerte que nunca aprovechando la depresión y la herida en la mano de él.
Tendido sin esperanzas dentro del camping, él tenía el brazo totalmente negro, la fiebre lo había transportado en el tiempo otra vez a La Habana, pero al evocarla tan vivamente de nuevo en medio de su delirio, algo acababa de cambiar en él antes de morir.
En medio de su delirio, se dio cuenta que sólo la había visto 20 minutos en la vida y que ella había sido algo a lo que su cerebro y su corazón se habían aferrado con uñas y dientes para dar rienda suelta a lo arrebatadoramente pasional que siempre había sido su alma. Ella había sido como el animal que el cazador necesitaba para ser cazador, había sido una suerte de Dulcinea imaginaria para un Quijote sin remedio que necesitaba aferrarse a una mentira para creer en la verdad de sus actos. Después de aquella revelación en medio de sus delirios previos a su fin, ella acababa de dejar de ser la musa perdida, la sirena robada, el alma arrebatada por la injusticia del tiempo... Ella era nomás una chica, como cualquiera de esas que le habían hecho el favor de amarlo sin que siquiera él se diera cuenta.
Apenas conciente en el camping apestoso, él la empezó a ver como una pobre chica que lo trataba de seducir para tener algo que comer. No lo seducía por ser él quien era (casi nada, un bastardo sin alma ni moral), sino por el dinero que desde el principio de los tiempos había sido la cosa más excitante de la historia. Entonces él se vio junto a ella como siempre se había visto cuando cerraba los ojos, pero esta vez no la deseó. La vio, ella le sonrió dos años más vieja y él la dejó ir sin mirarle siquiera el culo. Cuando ella se esfumó de su memoria, él se dio cuenta que él siempre había sido un pobre tipo que fingía ser fuerte para sentirse vivo y que la vida no era necesariamente fuerza, pasión o locura, sino oportunidades para crecer y hasta, quien lo diría, enamorarse de alguien, tener una familia, mandar postales, escribir cartas de amor y tener amigos. Se sintió libre y sonrió para morir.

QUINTA PARTE

Entonces, la fiebre empezó a bajar, la gangrena empezó a ceder el territorio que le había comido al brazo y al cabo de un par de horas estaba casi totalmente recuperado, tendido boca arriba en el camping que se le acababa de caer encima. Sonrió y esta vez no le dolió la cara. Estaba pálido por la hemorragia, pero nunca se había sentido mejor. Por primera vez en su vida se sintió totalmente libre, sin ese mundo oscuro y pesado que le había pululado desde siempre en lo más hondo del trapo viejo que tenía como alma. Recogió el camping, cargó su mochila, se puso unos jeans sucios, botines, una polera de Boca Juniors y se fue al pueblo como un hombre renovado. Saludó a todo el mundo a su paso sin que nadie le devuelva el saludo y sin que eso le importe; se subió al bus para volver a la ciudad, disfrutó el polvo del camino y la lentitud del bus, cuando llegó al edificio donde vivía, pasó por encima del perro salchicha de la casera aburrida, entró al ascensor y se dio cuenta que sus teorías sobre la mierda habían desaparecido. Entró a su habitación en el décimo piso y se sentó para terminar de escribir el libro.

Metió la mano en su mundo interior, como lo hacía cada vez que se sentaba a escribir, pero esta vez no encontró nada. No había nada que contar, ya no veía nada cuando cerraba los ojos, ya no oía nada cuando el mundo dejaba de girar en el universo y todos dormían en sus camas. Nadie le hablaba en la cabeza, ya no soñaba con serpientes, ya no veía sombras descolgarse desde las sombras en las paredes ni veía a títeres de trapo salir de debajo de su cama en la noche. No se reconoció y el tipo de terror que lo invadió de golpe fue totalmente diferente al terror al que él estaba acostumbrado desde la infancia. El nuevo terror era diferente al que había aprendido a tolerar desde niño desarrollando su capacidad de resistencia, su necesidad de sobrevivir con el puño cerrado y con el corazón desconectado del cuerpo. A ese terror primigenio lo había tolerado y lo había llegado a querer. Este era diferente, el filo de este puñal no era conocido y el dolor dolía más porque no era un dolor amigo. Simplemente el nuevo terror era más bien una ausencia total del terror; el nuevo dolor, era uno sin color, ni sabor, ni olor. Era amargamente nada.
Entonces, conciente de que ya no era el mismo hombre horrible que lo había acompañado desde su niñez; conciente que ya no tenía tiempo para acostumbrarse a ser la nueva persona que había nacido en él ese día en que conoció la verdadera libertad al borde de la primera muerte sin ella; sabiendo que no podría recuperar jamás al monstruo que siempre había vivido en su interior, destruyó el manuscrito de la novela inconclusa y con los puños cerrados y los ojos bien abiertos llenos de lágrimas sin motivo corrió con todas sus fuerzas de frente hacia la ventana.

1 comentario:

Luna dijo...

Bueno...ya te había comentado mi percepción del cuento y de lo que antes pensaba... (...)

Creo que por que todos en cierto momento queremos dejar el lado oscuro si es q no lo hemos hecho ya, y nos sentimos de pronto seres sin nada q mas dar..pq en realidad uno ya había aprendido a aceptarse asi...medio oscuro..medio absurdo...medio triste, que el cambio, en si, t provoca una reacción totalmente opuesta a la que debería.., por eso creo..nuevamente, que uno se termina identificando con tu personaje.., dejas tus miedos, dejas tu ser oscuro para tratar de empezar.."bien", para ser mejor y comprendes que lo que eras...era lo que te hacia ser lo que SOS...no lo que deberias ser..

Yo me he sentido asi..una, dos veces...o quizás tres...quizé lanzarme por la ventana..pero despues me di una oportunidad mas..y ahora estoy en eso..es otro el proceso.. ser oscuro, es relativo..que es lo oscuro? nadie nunca realmente sabra...lo negro es la ausencia del color....
la ausencia, jamás lo podremos comprender.

Pero volviendo a tu cuento.
Crecio bastante.., y eso ya lo sabes. Podes mezclar tiempos y espacios distintos y jugar con la mente de tus lectores, cosa que esta buenisima.., tus descripciones de sucesos son bastantes buenas, podes sentirlas, y hasta casi olerlas..

Me extiendo mucho...
dejemos el comentario hasta aquí.

A ver q otras historias....vienen a continuación.

Pd: Sigo diciendo q siempre estás vos en tus relatos de alguna u otra manera, en el pensamiento, en el sentimiento, en la reacción, volviendo a confundir a mas de uno...que cree saber algo de tu historia. (TU historia)