jueves, julio 17, 2008

LA MAMA DE MICHELLE


Antanas Drake



Con los ojos casi saltándole de la cara me gritó que deseaba mi muerte más que cualquier otra cosa en el mundo. Entonces, ante lo irrevocable de su odio, no me quedó otra opción que tomar esa difícil decisión que cambiaría nuestras vidas para siempre.
Ella me había odiado desde la primera vez que me vio con sus ojos bañados en llanto por algún capricho infantil mientras su madre trataba de dominarla sin violencia y le explicaba con dulzura de verdad algo que yo entonces no alcancé a oír.
Me había odiado desde ese remotísimo día de lloviznas en que su madre la llevaba de la mano sobre el puente de San Pedro y yo me les paré al frente armado de mi mejor sonrisa para ofrecerle a Michelle como obsequio la mejor de mis manzanas de azúcar, regalo que finalmente ella rechazó de un suave, pero feroz manotazo y avergonzó a su madre de tal manera que a la mamá de Michelle no le quedó más remedio que mirarme a los ojos y quedar atrapada en mi mente desde entonces. Era la primera vez que una mujer me miraba así en mucho tiempo y yo sentí algo tan raro en el cuerpo que tuve que hacer maravillas para no vomitar.

Entonces, con las mejillas incendiadas de vergüenza, la mamá de Michelle se ofreció a tomar la manzana que yo aún sostenía en la única mano que todavía me quedaba para seguir viviendo. Como si me conociera de siempre, a modo de disculpa me contó que la niña se había vuelto rebelde desde el día en que su padre murió de tuberculosis en un hospital de campaña de una guerra a la que nunca debimos haber ido. “En realidad, no lo mató la tuberculosis, sino un bombardeo aéreo enemigo mientras él estaba apenas respirando en su cama de moribundo. No pudo defenderse sabe. Otra gente muere con el puño en alto desafiando con las últimas fuerzas lo inevitable. Él era muy refinado sabe, excelente deportista y piel de bebé, un chico con mucha clase y dignidad, pero murió despedazado como un animal en la mitad de ninguna parte. Oh, no sé por qué le digo esto, usted disculpe de nuevo”, dijo ella bajo un sombrerito negro que le quedaba muy bien. La hacía verse como una estrella de cine de esas que yo había visto como ayudante en el cinematógrafo del viejo español en el barrio Braniff. Ella se había disculpado con una voz demasiado afectada, pero a la vez como si la noticia de la muerte de su marido hubiera perdido su efecto en ella luego de ser contada tantas veces a extraños que la paraban por su belleza, pero salían huyendo por sus historia de cómo había muerto ese deportista con piel de bebé. Lloró un poquito, pero se sobrepuso con el músculo de un pañuelo bordado y con una sonrisa maravillosa que la iluminó de cuerpo entero, hizo pedazos mi usual desconfianza. Michelle lloriqueaba como un animal y trataba de darme puntapiés en las canillas mientras yo volvía a pensar para mis adentros que hacía muchísimo tiempo que una mujer no me miraba así.

Cuando le dije que yo era un veterano de esa guerra y que me trajeron a retaguardia a causa de una herida en combate, la madre de Michelle se acercó a mí como si me conociera de toda la vida, me cogió de mi único brazo con sus manos de chocolate blanco y los tres empezamos a caminar para terminar de cruzar el puente de San Pedro. Michelle no caminaba, se hacía arrastrar por su madre lloriqueando y diciendo cosas que aún no habían madurado suficiente para ser dichas en palabras. La mamá de Michelle empezó a preguntarme que cómo había sido aquello de la guerra, que cómo había sido nuestra retirada de Picuiba, la caída de Ballivián, de Muñoz, el desastre de Campo Vía y de Nanawa. Es verdad que estuvimos a 500 kilómetros de llegar a la capital de ellos, es verdad que aparecían hombres muertos de sed a la sombra de alguna mata de espinas, es verdad que los nuestros se pegaban un tiro en la mano para ser sacados del frente, es verdad que fusilaban a los que aparecían heridos en las manos.

No me gustaba hablar de aquello. Había visto mucha mierda en la vida, incluso había asaltado una vez por hambre, pero aquello de la guerra había sido demasiado. En cuanto a todo lo que ella preguntaba, sí, todo, era cierto. Yo mismo había sido parte de un pelotón de fusilamiento contra esos traidores que se volaban una mano o un pie a propósito. Los fusilé porque me mandaron a hacerlo. No tenía nada en contra de ellos, aunque me jodía mucho el hecho de que el enemigo a algunos nos hería de verdad y otros se lo hacían ellos mismos.
Pero a la mamá de Michelle no le contesté ninguna de sus preguntas. Ella me miraba como si sólo a través de mi voz pudiera convencerse que todo lo que se decía de aquello era cierto. “Se dijeron muchas cosas. Hay algunas que nunca se contaron y los pocos que las sabían ya la olvidaron”, dije mirando el encono de peluche con el que Michelle trataba de liberarse de la mano de su madre arrastrando sus zapatitos blancos sobre el empedrado cubierto con una película de barro.
La mamá de Michelle se desconcertó ante mi falta de respuestas a sus preguntas, así que para darle un poco de lo que buscaba le conté lo que yo había vivido o lo que yo había creído que había vivido en los tres meses que estuve combatiendo. Le conté los pormenores de la resistencia inútil de Corrales y le conté del avión enemigo derribado con una escopeta para cazar patos en el asalto insulso a Toledo. En realidad ese avión no fue derribado con una escopeta para cazar patos. Se trataba de un cañón de artillería terrestre que habíamos colocado sobre un terraplén para usarlo a guisa de cañón antiaéreo. Yo lo contaba reemplazando el cañón con la escopeta de cazar patos para darle un efecto menos aburrido que la historia del terraplén y el cañón de tierra. Bueno, sólo en una cantina me lo habían creído y me habían invitado un vaso de cerveza por ello, y aunque yo sabía que cada vez que lo contaba incluyendo la escopeta sonaba menos creíble, igual ya me había acostumbrado a contarlo así, a si que así se lo conté de nuevo a la mamá de Michelle.

Ella no me había escuchado nada de la historia de la escopeta para patos porque la mente se le había nublado de golpe cuando escuchó el nombre de la batalla de Toledo, esa donde habíamos tumbado a ese habían ya la verdad no me acuerdo con qué. Cuando escuchó Toledo quedó petrificada y conforme la tristeza le iba deformando la cara empezó a lloviznar de nuevo en ese anochecer helado que empezaba a golpear a la ciudad con sus azotes de viento.
Seguimos caminando los tres bajo la tristeza de esa garúa de invierno hasta el monumento de su casa a unas calles más abajo del sitio donde nos habíamos conocido y donde yo estúpidamente había dejado abandonado mi carro de manzanas con dulce. Cuando llegamos a ese ámbito de muebles, cuadros y sombras que parecían de dos siglos atrás y después de servir té en unas vajillas de aristocracia que llevaban impreso el primer escudo de la república, ella le pidió por fin muy educadamente a Michelle que deje de darme de a punta pies. Michelle me siguió mirando con odio y al pasar me escupió y desapareció corriendo sobre sus zapatitos blancos en la humedad de esa casa que me hacía helar los huesos. Ella, metida en el riguroso luto de su pérdida, disculpándose de nuevo por el comportamiento de su hija me pasó una servilleta para que me limpiara lo de Michelle y me dijo con la cosquilla que me provocaba su voz:
-En Toledo murió André.
-¿Quién es André?
-Era mi esposo, el padre de Michelle.
-¿André qué?. Yo conocí a un André en Toledo.
-André Pedrosa. Capitán de artillería, dijo ella con el rostro otra vez iluminado. Cada que lo nombraba, lo volvía a ver con esa sonrisa preciosa de cantante de tangos que la había conquistado, con un jazmín en el bolsillo del frac y con esa mariposa multicolor e invisible que siempre le revoloteaba en la cara. Así lo había visto la primera vez en esa fiesta del Club Social en la que ella había sido presentada en sociedad a los 15 años. Así lo veía cada que soñaba con él en la infinita soledad de sus noches demasiado grandes. Así lo acababa de ver en la prolijidad de su memoria ahora que lo había mencionado.
-Ah, entonces no es el que yo conocí, dije como si hablara de los resultados del fútbol y ella se volvió a apagar como una luciérnaga descuidada y atrapada por la boca de una serpiente nocturna. Bajó la mirada como si sus ojos fueran una bandera derrotada, tomó un trago de te nerviosamente y su garganta de musa de fuente de agua hizo un esfuerzo evidente para pasar el líquido a través del nudo que se había armado ahí tras oír mi respuesta.

Después, para olvidar un poco esa tontería de que yo hubiera conocido a André en la guerra, ella me empezó a contar de cómo lo había visto esa primera vez en el Club Social. Me habló del espectáculo de su sonrisa a lo Clark Gable, del jazmín de fuego violentamente despeinado en la solapa y la mariposa invisible que ella siempre tenía la impresión le revoloteaba a él en la cara. Me dijo que se casaron a escondidas de sus padres porque ella era menor de edad y Michelle ya existía. Luego la fuga loca a Europa para instalar un prominente consultorio médico en Praga, la guerra que lo hizo volver para defender una patria en la que él no había pasado ni tres años de los 25 que ya tenía; el nacimiento de Michelle en la absoluta soledad de ella en el interior de esa casa que parecía de película de terror, la cartita del Gobierno en la que le informaban con mucho pesar el terrible fallecimiento de tan honorable miembro de la sociedad y soldado eminente en el cumplimiento de el deber, don…
-Ser una viuda de un hombre de renombre pero sin fortuna ya es difícil. Se imagina lo que le pasará a Michelle si algún día yo le falto. La maldad del mundo anda suelta y acecha con hambre animal desde los ojos de cualquiera. ¿Usted es malvado?
-Sólo los jueves, siempre y cuando haga frío y use calzones limpios, dije a modo de broma absurda que no pude evitar traicionado por mi naturaleza. Ella la aceptó divertida y en verdad creo que fingió disfrutarla para no causarme un desaire. Me pidió volver al día siguiente, y cuando argumenté que no podría porque me ganaba la vida vendiendo manzanas de dulce en el puente de San Pedro, ofreció comprármelas todas y además comprar mi tiempo. Ahí fue que caí en cuenta que había dejado mi carro de manzana dulces en el puente de San Pedro y que entonces ya no tenía ninguna manzana que vender pero sí mucho, muuucho tiempo libre. Ella sonrió y me pagó una cifra que cubría con creces la pérdida de mis manzanas y el valor de mi tiempo. Sólo para que no pensara que soy un oportunista que pretendía lucrar a costa de su soledad, fingí rechazar el dinero, pero cuando me lo ofreció de nuevo agregándole unos billetes más, lo acepté sin chistar.
“Creo que con eso alcanzará”, dije, con cara de quien siempre ha tenido en la mano lo que, si yo trabajara en serio, hubiera ganado en diez años. ESE primer día me fui de ella por penúltima vez.
Volví a la casa al día siguiente y al siguiente ya no volví al cuartito pulgoso que alquilaba en extramuros. Dejé por fin ese cuartito de madera y techo de zinc en el que convivía promiscuamente con bacterias arteras que conocían mi cuerpo mejor que nadie, putas que no rebajaban ni un peso a los amigos ni a los mutilados de la guerra y maricones artistas de puta madre. Entonces me quedé en casa con la mama de Michelle.

PARTE DOS

Pasábamos los días en la sala de estar de la casa de la mamá de Michelle, mientras la pequeña me eludía todo lo que podía. Nunca estaba en el mismo sitio que yo y eso ya no me incomodaba como lo había hecho en un principio. A la mamá de Michelle yo le contaba los pormenores “publicables” de la guerra: de cómo de enrolé, de cómo llegué al frente caminando con las patas reventadas, de mi bautismo de fuego, de mi segundo combate, del tercero, del cuarto, de cómo en esos combates yo no había matado a ningún enemigo porque siempre disparaba muy alto. “Eso de matar era un precio muy alto a pagar para defender a un país para el que yo nunca he existido. Nunca he matado a nadie. Cuando camino me cuido de no pisar insectos, una vez que oí matar a un cerdo, lloré como nunca lo había hecho antes”, dije un poco orgulloso de dar esa respuesta media retórica y media llanamente campesina. “Eso no es patriótico”, dijo ella secamente pero sin tono de reproche. “Soy héroe nacional de la república individual de mi cuerpo incompleto, pero vivo”, dije nada más por decir algo.
Yo había trabajado para una imprenta anarquista cuando aún era un niño, así que algunas cosas de esas arengas verborraicas y algo de riqueza verbal se me habían quedado en la cabeza. “El Estado es una gran familia”, dijo ella mirándome con ojos duros. “Pues para mí es un gran padrastro holgazán y borracho que me mandó a matar para sostener sus vicios”, dije sacándome con los dedos algo que tenía entre los dientes.
Ella se sonrrojó de rabia dentro de su perfecto traje negro y sus manos posadas sobre sus rodillas que aún yo no conocía se pusieron moradas, tersas. Vi en su mirada, que discrepaba hondamente conmigo porque su marido había muerto por esto contra lo que yo despotrincaba sentado en muebles que habían pertenecido a él, a él que sí había sido patriótico y que ahora estaba enterrado en una fosa en el desierto, mientras yo tomaba su té y charlaba sentado desde los muebles que habían sido de él, el patriótico. Yo pensé: pobre muerto que ha dejado su carrera de médico, a su bella mujer, y a su hija, por meterse en un lío que no era suyo. Ella no tenía ánimo de discutir conmigo. Suspiró y me dijo que yo la sorprendía con chispazos interesantes desde mi “sagaz” ignorancia. Creo que es fue la palabra que usó esa vez.

Su vida se había reducido a charlar conmigo y en alimentar a Michelle.
Desde que yo había entrado en su casa, ella había dejado de hacer sus paseos cotidianos con Michelle por el puente de San Pedro y había dedicado su tiempo a conversar conmigo casi a cualquier hora del día y sólo interrumpíamos nuestras conversaciones cuando ella subía a su cuarto a dormir y yo me estiraba en el sofá y jugaba con el gato que jugueteaba en mi panza.
Ya habían pasado un par de años, Michelle ya había cambiado los dientes, empezaban a gustarle las cosas rosadas y la femeneidad le iba creciendo igual que el cuerpo, cuando su mamá me dijo a quemarropa.
-He pasado más tiempo contigo que con André. Y yo, fiel a mi estúpido sentido del humor, le dije:
-Eres una chica afortunada, y me reí sólo, mientras ella se me quedó mirando como si no entendiera lo que yo trataba de decir.
Un día Michelle llegó molesta del colegio porque un compañero adolescente suyo le había dicho lo bonita que era. Entró mirando al suelo, subió las gradas y dio un portazo que hizo ladrar al perro de la casa de al lado. Luego volvió a salir. Quedamos solos su mamá y yo en la sala de esa casa de película de miedo que su marido había heredado de su familia venida a menos, cuando la mamá de Michelle por primera vez en años se quitó su riguroso luto. Bueno, se quitó la ropa negra, los sostenes y los calzones y se quedó parada frente a mí como una de esas estatua de mármol de los libros de historia que yo de chico hojeaba en la imprenta de los anarquistas.

-André, tu sabes que nuestra hija ya es una mujercita. Creo que ya es hora de que…No sé, le hablemos de las cosas de la vida. Ya tu sabes. Ella ahor atiene la edad que yo tenía cuando me casé contigo.

Yo sólo había conocido el cuerpo amarillo de las putas y el descolorido de mi madre desnuda, pero jamás había visto el de una mujer. Y cuando la vi blanca entre las sombras de la sala, traté de protegerme de la impresión pensando que ella también tenía un raro sentido del humor como el mío y que estaba bromeando. Pero cuando me habló de que yo como padre tenía que explicarle a Michelle “las cosas de la vida”, supe que hablaba en serio. De una extraña manera, con el paso de los años, yo había llegado a querer a la mamá de Michelle, así que no le aclaré nada de que yo no era André, si no yo, o sea, nadie para todo el mundo y al parecer todo lo que ella tenía.

Yo que sólo había conocido el cuerpo triste de las putas antes de irme a la guerra, por primera vez veía el de una mujer de esas con las que uno sueña perder la virginidad cuando es adolescente. No era que no me gustaba verla desnuda a sus 30 años, era que… me había tratado tan bien… pero hacía tiempo que no tenía a una mujer así frente a mí, aunque esto era algo que se estaba convirtiendo en un engaño de mi parte hacia la persona que me había atendido como nadie…pero ella tan sola, André tan muerto, yo tan sin ser hombre hacía tanto.
Se sentó en mis piernas y me contó lo que ella hacía mientras yo (o sea, su André), estaba en la guerra. Me dijo que mientras me esperaba había conocido a un tipo simpático que vendía manzanas de dulce en el puente de San Pedro y que también había estado en la guerra como yo (o sea, como André). Entonces se le iluminó el rostro como cuando pensaba en André y su bella sonrisa y sus jazmines y sus mariposas, y al reír a cinco centímetros de mi cara batió con su cuerpo la oscuridad detenida entre las garras de humedad de aquellas paredes oscuras. Me besó (sentí las mariposas de la cara de André en el hueco de mi panza) se derritió en un abrazo y me dijo que me había extrañado cada minuto de nuestra vida separados, que había sufrido lo indecible cuando le dijeron que yo había muerto de tuberculosis en Toledo y que ya Michelle era una señorita que estaba por ir a la universidad a estudiar medicina como su papá y que ella ahora “no estaba en casa”.
Yo, en silencio, incapaz de decirle nada ante la magnitud de su demencia sentí en mi lengua los olores de aquel cuerpo lunar que yo oía burbujear en mis oídos. Con manos torpes me quitó las ropas e hizo maravillas para que yo reaccionara, pero fue inútil. “Yo no sabía que esta dama era capaz de estas cosas”, me dije y me distraje tontamente en esa sorpresa en vez de caer en cuenta de que en verdad, no pasaba nada pese a sus esfuerzos ciertamente espectaculares y dignos de verse. Lo hacía como la mejor de las putas que yo había conocido y la infructuosidad de su espectacular esmero la frustró.
Levantó su cara con una pregunta correteándole en toda la cara y yo muerto de vergüenza le dije, con una sonrisita idiota, que a mí no me habían matado, que a mí me habían sacado del frente por una herida de guerra, que no era precisamente la mutilación de mi brazo izquierdo. Básicamente, le dije, pisé una mina antipersonal que me había herido en…bueno, hagas lo que hagas no se me va a parar pues.

Cuando escuché la detonación de la mina y sentí esa cosa tibia resbalándome por la pierna supe que algo muy malo me acababa de pasar y también supe que, sea lo que sea, yo no lo merecía. No, no lo merecía.
A los 15 años yo me había escapado de mi casa rural después de trabajar en la imprenta anarquista y como ayudante de un camión de carga había recorrido el país. La mitad de mi salario se lo mandaba a madre para ella y mis tres hermanos y para mi padre alcohólico. Siempre había sido un buen cristiano, no tanto por tener un alma piadosa, sino porque sabía que el mundo para mí sería difícil y no estaba demás tener de aliado a un tipo al que le decían Dios. A los 10 años había recibido el bautizo porque yo lo quise y en cuanto a mi empleo en el camión, al patrón aquel jamás le había robado ni un solo centavo. Bueno, eso hasta que madre enfermó y le robé toda renta al patrón y además vendí el camión para costear una cirugía que me prometieron salvaría a madre. Si Dios existía sabría comprender mis pecados y si no, bueno, mejor para mí. Pero si existía y comprendía mis motivos entonces el patrón se podía ir al gran carajo. Bueno, a la Policía que me perseguía por ese robo no le importó que Dios me entendiera, de modo que me enrolé en el ejército para huir de la injusticia de la vida.
Me metí a una guerra que no era mía, una guerra en la que defendía al país por cuya culpa yo era casi analfabeto, un país que no había podido salvar a madre, una guerra en la que la providencia se encargaría de pagar mis sacrificios volándome las pelotas. Y encima aún me daba suficiente vida como para tener que explicarle una viuda ardiente, que no se me paraba, mientras ella me miraba con cara de náufrago desde el hueco entre mis piernas.

Entonces entró Michelle junto a un compañero suyo y encontró a su madre ahí, con al cara entre mis piernas y yo mirándole como estúpido, sin saber qué decir. Ahí supe que me odiaría para siempre.

Desde ese día, en su infinita misericordia y locura, la mamá de Michelle se olvidó por completo de su hija y se dedicó a atenderme porque yo era su André. Lo que importaba era que yo esté bien, por más que mis huevos hayan ida a parar a algún matorral en ese monte.
Eso fue así hasta que un día en que ya no pude más. Por simple comodidad o algo peor, yo me había dejado absorber tanto por la mamá de Michelle, que le había permitido convertirme en su André, en el hombre necesario para que cuide de Michelle cuando ella por algún motivo no esté. El ambiente de la casa era pesado, Michelle nunca estaba y su mamá estaba conmigo día y noche sin saber de su hija. A mí ya me importaba Michelle y me preocupaba que su madre no la controle. Entonces le dije que yo no era André.
-Lo sé, pero fue lo suficientemente caballero para ser otra persona para mí. Nadie, además de André, ha hecho tanto por mí, me dijo desde la penumbra de su rostro. Me dio un beso en la frente que me congeló la espalda y cerró la puerta con tal delicadeza que pareció que ella y la puerta habían sido sólo parte de un sueño.
Al día siguiente Michelle tiró un grito que me puso los pelos de punta. Salí de mi cuarto en la casa de película de terror y la hallé en las escaleras que unían a las habitaciones de arriba con la sala de estar. Lloraba, gritaba, temblaba con el cabello rubio tapándole la cara, mojado por le llanto. La puerta de su madre estaba entornada, me acerqué y vi a la mamá de Michelle muerta. En su mesita de noche había un frasco vacío de los medicamentos con los que controlaba sus crisis de nervios. Cuando salí Michelle no estaba. Esperé a que venga la familia o los amigos, pero no vino nadie. Yo no sabía qué hacer en estos casos ni a quién llamar, así que enterré a la mamá de Michelle en el patio central de la casa, bajo el gran tamarindo antiguo donde habían colgado al primer héroe de esta patria que me había dejado sin huevos. Ahí había sido colgado el abuelo de André Pedrosa. André, que también era un héroe al que yo le había quitado la identidad, la esposa, la hija, la casa, todo, gracias a una manzana de dulce y a una niña malcriada que ahora era una mujer y a la que yo debía proteger porque eso era lo que quería su madre, dama que había sido una verdaera santa conmigo. Amén.


PARTE TRES

Cada mes llegaban a la casa por correo las rentas de las propiedades que habían tenido los padres de Michelle. Con ese dinero yo pagaba al tipo que nos dejaba la comida en el portón de la casa donde nos refugiamos por separado Michelle y yo. Ella dejó de ir a la universidad, a sus clases de danza y sus amigas dejaron de visitarla porque con los años mi presencia se había vuelto algo, digamos, monstruosa. Sin hablarlo, habíamos dividido la casa en dos repúblicas personales en la que no entraba el otro, ya que nuestra frontera era una línea imaginaria que sólo nosotros podíamos ver. La zona neutral era los primeros cinco metros de la entrada principal, luego, el lado del comedor le pertenecía a ella, junto al ala derecha de toda la casa con sus tres pisos, mientras que mi territorio llegaba hasta la chimenea helada y el ala izquierda de la casa donde estaba también el cuarto de los peones.

Pese a esos convencionalismos claramente establecidos, una noche de insomnios me atreví a pasar la frontera imaginaria que nos dividía y al entrar a su cuarto, la encontré desnuda y dormida sobre su enorme cama desarreglada. Toda ella era 19 años de un perfecto cuerpo femenino dormido con las piernas abiertas frente a mí. Debo confesar que no sé porqué me quedé embobado por unos segundos, pero cuando reaccioné y traté de volver presuroso a mi lado de esa rara vida en común, ya era demasiado tarde. Ella había despertado de golpe y me había encontrado mirándola, justo con mis ojos de embobado. Me insultó tanto que sentí cierto orgullo porque escuché de su boca magníficos improperios que aún no se conocían en el mundo exterior. Me dijo que yo era un viejo asqueroso e impotente, que era un cerdo infeliz y otras cosas que me hicieron verla raramente hermosa. Quise explicar el porqué yo estaba ahí y ella me arrojó un florero que me rompió la nariz y me la dejó torcida.

Fue entonces que con los ojos casi saltándole de la cara me gritó que deseaba mi muerte más que cualquier otra cosa en el mundo.
Entonces, ante lo irrevocable de su odio, no me quedó otra opción que tomar esa difícil decisión que cambiaría para siempre mi vida y la de Michelle. Decidí irme de la casa, pero cuando puse un pie afuera de ese que había sido mi mundo por tantos años, supe que afuera de ahí no sobreviviría ni un solo día. No tenía un carrito de manzanas y aunque lo tuviera, ya no podría empujarlo. El mundo afuera de la casa había cambiado en el último tiempo y yo ya no tenía las fuerzas para enfrentarlo. Volví a la casa y cedí mi territorio.


PARTE CUATRO

Desde entonces, si me sabía cerca de ella a cualquier hora, me insultaba con boca de marino y me lanzaba objetos que con el paso del tiempo fui aprendiendo a soportar para que no duelan tanto; objetos que a mi edad me empezaban a romper los huesos de a poquito. Con su actitud de abierta hostilidad, se hizo cargo de las rentas y pidió al tipo que nos traía la comida que lleve ración sólo para ella. Y al poco tiempo las rentas no llegaron más y ella siguió viviendo sin que yo supiera el cómo.
Montada en la bestia de batalla de su odio, me redujo no solo de espacio en la casa, (ya que su furia terminó por confinarme en el cuartito que había sido de la servidumbre), sino que redujo aún más mi existencia cuando alquiló la casa para fiestas de sus amigos, que de borrachos, iban hasta mi cuarto de sirviente a nada más que burlarse de mí. Y cuando esa humillación no era suficiente para ella, les decía que yo había querido abusar de ella y que me había abusado de la locura de su madre, pese a que yo era un pobre hombre al que no se le paraba. Y los tipos, por quedar bien con Michelle, me terminaban de romper las costillas que ella me dejaba astilladas con las cosas que me arrojaba. Y así todas las noches que alquilaba la casa para fiestas por las que cobraba.
Pero su inquina llegó mucho más lejos. Sólo para que yo la viera, traía a sus hombres hasta mi puertita del cuarto de peón para fornicar ahí dando alaridos de animal torturado hasta que babeante me veía asomar la cara por la puerta. Entonces, crujiendo bajo el tipo de turno, me lanzaba una cierta mirada que me hacía eyacular en los pantalones y se cagaba de la risa. En serio, se cagaba, y si al tipo eso no le gustaba, se levantaba, le dejaba dos billetes y se iba no sin antes prometerle sin mucho ahínco llamarla pronto. Cuando quedaba sola, paseaba desnuda por la casa, por delante de mi puerta y entonces me llamaba a gritos.
-André, hey André, falso André, hey, vendedor de manzanas de dulce. Y cuando yo asomaba la cara otra vez oyendo su llamado, ella, desnuda como un puñal listo para matar a alguien, sentada frente a mí con las puertas del cielo abiertas de par en par gracias a sus dedos, me decía: Quieres, y se frotaba el sexo aún húmedo y ligoso por los líquidos del tipo que se acaba de ir. Y luego se masturbaba en mi presencia como la mejor de esas putas que se masturbaban por plata en el cuartito pulgoso donde yo había vivido antes de venir a esta casa. Se masturbaba con rabia y me miraba así no sé cómo y yo empezaba a eyacular en mis pantalones una y otra vez hasta que ya no podía eyacular nada, pero los músculos de ahí lo seguían haciendo, soltando puñaladas en vez de orgasmos, hasta que yo primero sollozaba quedito como un cachorro y luego lloraba como un niño en un rincón de la casa y ella primero reía, y luego se carcajeaba de tal manera que me hacía poner la piel de gallina y cuando terminaba, se dormía ahí nomás frente a mi puerta y yo podía ver cómo el semen del tipo que se acaba de ir, en su reflujo normal, se le salía del sexo y se le escurría en la pierna, impávido y libre, como si yo no lo estuviera viendo.

ÚLTIMA PARTE
Pero ayer fue hasta mi puertita de peón y cuando oí el cantito de sus pies al acercarse corrí hasta el rincón para huir de ella lo más posible. Entonces ella dijo: “No temas, hoy te traje algo de comer”. Era la primera vez en su vida que me hablaba con lo que había sido su voz habitual, serena, musical, celeste, blandita como una caricia. Desconfié, pero cuando mi nariz rota me dijo que aquello era comida de verdad y no simples sobras que yo hallaba en los rincones gracias a su desprolijidad en la higiene, me rendí a la evidencia. Años de comer sobras hacen que uno baje sus banderas de guerra cuando ve un plato de comida libre de olores de descomposición y de insectos tan hambrientos como uno.
Ayer me alimentó, me cortó el pelo con las mariposas de sus manos, con el jazmín ardiente de su presencia, con el agua fresca de su sonrisa. Me bañó como a un niño con pétalos de rosa en la tina de su madre usando mañas de mamá y cuando me animó a dejar la casa para dar un paseo, cuando salimos juntos de la casa por primera vez desde hacía 20 años, me tomó de la mano como si yo hubiera sido su padre. Me dijo que había hallado una carta de su madre en la que decía que yo era un buen hombre que había renunciado a su propia vida para ser el hombre que la madre necesitaba y que la hija necesitaría cuando no esté la madre. “Además estoy embarazada, no se de quién pero eso no importa Un niño solo necesita de su madre no”, dijo y su cara se le iluminó como solía iluminársele a su madre. Oscurecía, y bajo la tristeza de la llovizna que manchaba a la ciudad me dijo apretándome la mano suavemente.
-Sabes porque te pateaba siempre antes de saber que te odiaba. Primero porque tenías todas las manzanas de dulce que yo había querido tener. Segundo porque cuando te miré y vos me miraste, me trajiste una manzana que yo no había pedido… y tercero, porque mi madre siempre te prefirió y porque yo sabía que vos no eras mi padre y que nunca lo serías. Me sonrió dulcemente y seguimos caminando sin decir nada. La gente se volteaba a verla y a verme. Murmuraban cosas, que se yo. Empezó a llover y en cinco minutos las calles quedaron vacías. Entonces llegamos al puente de San Pedro. Se subió a la baranda del puente y mirándome dijo: te acordas. Y yo, sudoroso, temblando por una razón incomprensible solo conteste: de todo, y lo último que vi de Michelle fueron sus grandes ojos sorprendidos perderse en el abismo tres segundos antes de que su cuerpo se despedazara contra la oscuridad del río. Ya no sería de nadie.

8 comentarios:

Luna dijo...

Wauuu
este cuento es muy impactante..., una cruel historia, jodiiiida, me encanto, me dejo asi, sin palabras...y eso es bueno, cuando una historia te deja tan impactada..que lo unico que sale de vos, es una mirada de ojos abiertos y grandes y no sabes que decir, porque las palabras quedarian pequeñas, quedarian vanas...

Me encanto el cuento, es totalmente sorpresivo....impactante, una historia de seres mezclados y fundidos por un sueño personal, unidos sin querer, unidos al fin sin importar porque...

:o

0 dijo...

oye che... pero k inteesantes cosas escribis he? no sabes lo k significa para mi mente tan necesitada de distraccion el poder leer tu blog, esta re-bueno!!!
saludos!

Antanas Drake dijo...

Gracias Violentita..

0 dijo...

bueno amiguillo.. porque tardas tanto en escribir? pucha no sabej lo jodida k soy asi k mejor andate acostumbrando jeje, te cuento k despues de leer todititos tus posts,me dije: si este chango escribe tan bien y no me abastece porque no escribe muy seguido por aquí,, buscaré algo más que kiza el haya escrito, y tonce busque tu nombre en google y no sabes k? si puej!!! tu libro!!! un tal evo!! no tenia la mínima idea k era tuyo, y ovio k me lo compre! lo estoy leyendo, esta muy bueno, felicidades! asi k ya tengo con k entretenerme hasta k volvás a escribir por aquí, bueno kerido te mando un beso grande.
atte
violentita

0 dijo...

haaa y otra cosa, porfis recomendame buenos libros!! necesito leer urgentemente,como podras notar soy superhiperactiva, y me facina leer, te lo agradecería mucho...
becho y abracho!
violentita

Antanas Drake dijo...

Elmartes subir[e un cuento que se llama: Lo dijo mamá. En cuanto a los libros, tenés que decirme que has leido y luego te recomiendo algunos. Por cierto es imposible contestarte en tu blog. No se puede entrar. estamos en contacto...

0 dijo...

El detalle mi kerido.. es k no tengo glog jeje, pero cualkier cosa escribis a mi correo violetaplaceress@hotmail.com,(por si acaso placeres es mi apellido), o si no me dejas un mensajito en esa mierd.. del facebook, en cuanto a libros pues leo de todo, es decir si pillo un papelito con letras en la calle lo leo, me gustan del género erotico, y pues he leido de cortazar, de borges, de benedetti, de galeano, etc y asi por ese estilo, me gustan los libros k te cuentan cosas muy crudas y shokeantes, en realidad depende de mi humor y la etapa k este viviendo como para escoger un libro...ha tambien ya lei varios cuentos de tenessee william( no recuerdo como se escribe), y hasta su biografía, asik ya mas o menos te doy una idea ok?.
un saludillo!!!

Anónimo dijo...

wao!