miércoles, agosto 06, 2008

CASSANDRA (RELOADED)


ANTANAS DRAKE


La chica de la foto me miraba desde lo más profundo del abismo claro de sus ojos y su cuerpo invisible era tan ajeno a ella que parecía sólo un muro de carne transparente dejado ahí, abajo del marco de la foto, por puro accidente… A mí en cambio me hubiera gustado decir que me parecía una puta, pero la verdad es que se la viera por donde se la viera, no lo parecía y eso que conozco algunas que no parecen pero se las huele a cuadras que lo son … La chica de la foto (desde la cintura para arriba) parecía abandonada en su marco de exposición como a propósito para que yo la encuentre ahora, como la había encontrado hacía diez años en otra exposición y me le había quedado mirando con la misma expresión idiota con la que la miraba ahora… Yo en cambio deseaba a una mujer y ya tenía a alguien en mente. Pero soy el menos popular de los dos (lo descubrí con la dama Placeres), así que suelo dejar que él meta la pata.

La boca de la chica de la foto estaba, pero no existía, igual que su cuerpo, que no entraba en la imagen, pero yo sabía que estaba ahí como una bolsa de algo olvidada por alguien bajo su cabeza. Toda ella era su rostro en blanco y negro, iluminado por el candor de una edad inocente que dejaba salir sin maldad los puñales del arcoiris bicolor de su mirada. Así, sin moverse, la foto soltaba ese enjambre de su propio ser a través de la rasgadura en la malla de la ventana, tras la cuál ella había sido capturada por el fotógrafo hacía tal vez unos sesenta años. Yo no hablo bien como lo hace Ernesto, pero eso no es mi mayor problema. Cuando debo decidir, elijo la peor de las alternativas y pese a que suelo fracasar por la estupidez de este tipo, siempre tengo el ánimo renovado para intentarlo de nuevo.

Cuando la ví en esa galería, la sentí indefensa, desvalida otra vez en mis senderos de caza como una trampa de amargura para que yo me la coma todas esas veces con los dientes de mis ojos cariados. Allí, de pie ante ella, me invadió la sensación de que la habían dejado de nuevo a mi merced para que yo la trague como siempre tras los labios sangrantes de mis párpados, para que ella me siga mirando por dentro ensombrecida por la oscuridad de mi propio ser, lista para decirme algo sobre mi futuro con esa su boca siempre a punto de moverse. No hablés de bocas, ante todo por favor no hablés de bocas.

La chica de la foto me miraba a dos metros de distancia, a muchos años de distancia, con la boca sellada por el paso de los años, pero igual, con el ánimo evidente de estar a punto de decirme algo. Sabía que estaba a punto de hablar no sólo por la elocuencia de su mirada con sabor a vino blanco alemán, sino también por esas galaxias que rotaban y rotaban en su mirada soltando un zumbido eléctrico cuyos eslabones sonoros unidos daban como resultado algo como un nombre de mujer. El zumbido (como el de un tubo de neón en una carretera por donde no pasa nadie) sonaba como el nombre de una mujer que había hablado por teléfono conmigo hacía diez minutos, esa, la que me había invitado a la galería sólo para probarse a sí misma que yo, pese a todo, podía ser una compañía agradable. No, vos sos un idiota, eso es lo que sos, que hacemos en una galería, se puede saber que hacemos en una galería.
Pero ese nombre en la boca de la foto era un mensaje imposible de determinar por la lejanía de su voz de galaxia y por mi torpeza de terrestre incapaz de entender su maldita poesía-zumbido-eléctrico, de modo que el nombre que la foto zumbaba desde su boca que no decía nada se quedaba flotando a la mitad del puente de aire que nos unía a dos metros de distancia y se perdía con el ruido de la ciudad que ladraba al otro lado de la ventana. Perra, te digo perra, te gusta, perra oh tu boca es para los guinnes.
Cuando tuve la certeza que era un nombre lo que se hacía pedazos entre el silencio de ella y mi ansiedad por oírla, supe sin temor a equivocarme que la chica de la foto en su violento no decir nada quería decir: Cassandra, porque yo quería oír: Cassandra. Si, siii Cassandra…Presentanos a tus invitados, los queremos conocer…



SEGUNDA PARTE

Antes de entrar en la galería donde estaba la chica de la foto, yo había andado cabizbajo sobre el asfalto y el lodo de esta ciudad sin corazón tratando de meterme en el cuerpo un poquito de calor y de ganas de vivir. Había andado húmedo bajo la oscuridad del cielo de algodón quemado, con las manos en los bolsillos, imitando con mis gestos de alguien acabadito de putear a toda la urbe tomada por la melancolía del frío y por la maldad de esa lloviznita de noche de tragedias que hacía muchos años yo le había puesto por nombre María lloviznita. Yo conocí una María que hasta ahora ostenta el record de ser la inspiradora de mi mayor número de pajas…En cuanto a la llovizna, la primera vez que tuve la oportunidad, le desaté un aguacero en la cara diciéndole que eso estaba bien, que así se jugaba al papá y a la mamá en el pueblo de donde yo venía. Es que era una mujer demasiado bella y nada exigente como para dejarla desperdiciarse en una celda de un hospital psiquiátrico. Y bueno, también fue la causa de que me echaran de ahí, pero la seguí pensando, por mucho tiempo.

El frío llegaba en forma de apaches transparentes que aparecían por las esquinas de la ciudad adormilada lanzando gritos de guerra que a mí y a los perros nos hacían poner la carne de gallina. En esas reflexiones andaba yo camino a mi encuentro con Cassandra para ir a la galería de arte, cuando una flecha de aire me pasó cerca de la cabeza. Me apegué contra la pared de la acera y me cagué en la madre del fucking apache que una vez más había atacado a traición. Un jeep con la música a todo volumen pasó corriendo por la mitad de la calle y con el calor de su motor aplastó al apache y dejó a su caballo herido de muerte. El espectro del frío se alejó de la escena apenas arrastrado por su caballo fantasma que se fue cojeando, mientras que la flecha apache que yo esquivé había ido directo a la barriga de un tipo sin edad que esperaba un bus al borde de la calle iluminada por un foco del alumbrado público. El hombre recibió el impacto y se acurrucó tanto que pareció doblarse en dos. Después estornudó bajo su paraguas negro que hacía más negro su sobretodo a lo Humprey Bogart y de urgencias paró un taxi para que lo saque de una vez de aquel lugar que lo acongojaba de tal modo que sentía que todo el aire del mundo trataba de aplastarlo mientras el corazón se le iba apagando con una fuerte explosión de dolor en el pecho. No me importó su suerte. Era otro desconocido infeliz que recibía por mí el flechazo apache. Me gusta cuando hablas así, porque estás como presente…tenes un cigarro. Cierto, no fumas. Y como hacemos, no dividimos de a un pulmón. Ja, chiste nomás es. Como se ve que no tuviste infancia jaja. Pendejo.

En otros fríos menos malparidos que este, en vez de apaches alcoholizados solían llegar piratas vestidos de fiesta y aún en los fríos más benevolentes y casi rosaditos, aparecían excitantes y aéreas amazonas desnudas montadas sobre perros negros hechos también de aire frío. Pero este era uno de esos fríos de tan malos augurios que nos había tocado la desgracia de que nos lleguen apaches pintados para la guerra. Me aburro.
Esos no se andaban con vueltas como los piratas que se conformaban con anidar en las entrepiernas de impotentes buenos tipos y de frígidas malparidas, o como el de las amazonas montadas en perros que me daban temas para ricas pajas en la oscuridad de cualquier esquina. Yes sir!!!
El frío de apaches se llevaba sin mayor trámite al otro barrio a los indigentes, a los viejos enfermos que eran una carga para sí mismos y a todo aquel que no podía defenderse del frío con una buena manta o con un buen cuerpo calentito dormido al lado, aunque sea sólo por cumplir con la sociedad que ve en la familia su núcleo fundamental según dijo la fiscal que un día quiso mandarme preso por un crimen que no cometí. Follada sea mil veces por un cerdo enfermo. Amen.
En el tiempo de calor, la ciudad hervía en cada litro de su asfalto y de sus paredes y el aire se ponía húmedo como una boca tapada por otra y pesado como un cuerpo sudoroso tensionando sus músculos o su flacidez sobre otro. En el calor no llegaba nadie, ni apaches, ni piratas, ni putas montadas en perros, salvo juanito-el espíritu de la lujuria que se encendía como napalm en la ropa ceñida y benditamente corta de nuestras mujeres. Eso era fantástico. No vaya a pensarse que esto va como una queja, aunque yo nunca había tenido suerte con ellas porque me había tocado por azar un signo del zodiaco que era una cosa para llorar en cuestión de mujeres. En fin. Vos no tuviste suerte, yo soy serpiente en el horóscopo chino y 11 en la numerología hebrea. O sea, no me quejo de mucho, sólo de tener que vivir con vos, todo un escribidor entusiasta y un amante sin estrenar.
Andando cabizbajo sobre el asfalto y el lodo de esta ciudad sin corazón, meditando sobre nuestros tipos de fríos y sobre mi pobre experiencia sexual que era demasiado alarmante como para seguir negándola (sí, lo acepto), llegué a la catedral para esperar a Cassandra e ir a la exposición de fotografía alemana. Mientras la esperaba, compré un par de revistas y un café con leche. Me senté en una banca mojada y me puse a leer algo sobre diez consejos para triunfar “a pesar de la idiotez”. Por favor, por favor, que esa rubia que se acerca no nos vea con tu maldita revista.
Antes de llegar ahí para esperar a Cassandra con un café y dos revistas, yo había tenido otro mal día. Había perdido a mi nuevo mejor amigo ni más ni menos que en un café fascista por una cosa tan banal como que el muy infeliz había tenido el descaro de decirme que Hemingway era un maricón que nunca salió del closet, a lo que yo diligentemente le había respondido con un golpe de puño en el mentón, golpe que no le hizo mella a él por tener barbilla de boxeador semiprofesional pero que me descompuso el puño a mí por tener la mano de un tipo al que le saboteaban la vida la inutilidad de sus propias manos. Yo pensé en golpearlo con la llave inglesa y luego salir corriendo, pero vos por ser correcto, volviste a jodernos la vida. Después, ante la inminencia de que me rompieran la cara por segunda vez, tuve que decirle que él tenía razón, que Ernest era un gran marica que se hacía el torero-boxeador para parecer macho y que mi golpe había sido una reacción estúpida de mi parte. Ha sido sin querer compadre y prueba de ello es que te he dado tan mal el golpe y me he hecho mierda la mano. Vos no pensarás que yo tiro mis golpes así de malos, sos mi nuevo mejor amigo hace dos semanas y sabés que soy del campo, allá tomás leche de la teta de la vaca y si no le partís la cara a alguien una vez al mes, no sos considerado un hombre ni para conseguirte novia ni para jugar en un equipo de fútbol por más miserable que sea. Todo mentira, no tenés amor propio.
Y antes de que él argumentara la paliza que me iba a dar (estaba tratando de sacarse la musculosa para no mancharla con MI sangre), yo había salido corriendo de ahí como solemos hacerlos los hombres civilizados que no creemos en las confrontaciones de hecho que nos devuelven sin escalas a un deplorable estado de barbarie. Primera vez que me sentí orgulloso de tu cobardía. Ese tipo nos iba a matar, a no ser que hayas reconsiderado lo de la llave inglesa y…

De modo que con la mano hinchada y el orgullo hecho pedazos, mi único consuelo era Cassandra, que me había invitado a la exposición. Para encontrarme con ella y olvidar el incidente con mi nuevo mejor ex amigo, yo había caminado en esas primeras horas de la noche cruzando calles llenas de vehículos siempre urgentes, semáforos que nadie respeta y charcos de mala leche que había que eludir con verdadera habilidad circense para que los choferes hijos de puta no lo embarren a uno con la mugre de su cerril ignorancia. Es decir, lo ensuciaban a uno porque les daba la gana, no porque siguieran una filosofía que explicara el concepto y la metáfora del acto de embarrar a la gente. La ignorancia carajo.
Casandra me había hablado a modo de simple comentario sobre esa exposición y yo le había dicho: “invitame”, y ella había dicho: “Te invito... Qué fácil sos”, de modo que después de huir de mi ex amigo fascista y de andar por la ciudad, ahí estaba yo en lo de la catedral, leyendo una revista y tomando un café, cuando las campanadas de la torre de ladrillos me dijeron con su lengua de metal que ya era la hora en que se tenía que abrir la exposición, pero Cassandra, Cassandrita aún no había llegado. Te has imaginado su cara de placer, lo has hecho, che, Ernesto, lo has hecho.
Entonces me sonó el teléfono celular. “No puedo ir, acabo de vomitar, creo que he bebido combustible”, fueron sus palabras, echando mano inescrupulosamente a la tercera excusa más vieja del mundo. Y colgó, así, sin más. Bueno, no colgó porque esos teléfonos no se cuelgan. Apretó el botoncito que dice colgar y yo dejé de escucharla en mi lado de la línea. Se me calentaron las orejas pese al frío, tiré al basurero el vasito de plastoform en que había estado tomando el café con leche, doblé las revistas, me paré con rabia y empecé a caminar otra vez con mi mano hinchada dentro de un bolsillo bajo los focos del alumbrado público. Caminé entre los motores de esos malditos insectos metálicos que dominaban la ciudad desde el día que había llegado el primero de ellos, quién sabe cuándo putas había sido. Estaba cabreado, me daban ganas de ir a buscar al boxeador que era mi ex nuevo mejor amigo para recuperar un poquito de mi dignidad, pero estaba claro que las estrellas confabulaban en mi contra por culpa de mi maldito signo zodiacal. Entonces alguien al pasar me preguntó la hora y le dije de mala manera que no sabía y me sentí un poco vengado, un poco feliz por abofetear al mundo con mi rudeza a través de ese pobre inocente que me había preguntado por la hora y que yo le había contestado de muy mala forma un seco: no sé. “hijo de puta” me contestó y se alejó sin darme tiempo a responderle y yo pensé en lo mal educada que es la gente carajo. Fingí que no me lo dijo a mí y de una patada levanté por los aire un vasito de café vacío que alguien había tenido la marranez hereditaria de dejar tirado en plena plaza central de la ciudad. “Marranez”. No te conocía esa bonita palabra. La puedo usar, si, puedo usarla.

TERCERA PARTE

El café con leche que me había tomado esperando a Cassandra aún me daba vueltas con rabia en la boca cuando llegué a la sala de exposiciones de fotografía en la que ya había gente, no la gran cosa, periodistas, cámaras, gringos, ociosos de toda ley, lo de siempre. Ahí, en el salón pulcramente iluminado por una luz demasiado limpia para a lo que mis ojos estaban acostumbrados, se desplegaba como un paisaje lunar esa magnífica exposición de fotografía alemana. Borré de mi mente a los vivos que intercambiaban sonrisas de “cómo estás querida” y apretones de mano de “tanto tiempo sin verte” y me concentré en las fotos.
Me llamó la atención los rostros en blanco y negro de gente que había estado en este mundo muchísimo antes que yo (o sea, los tipos de los retratos) y de inmediato pensé en la asimetría de la situación: Yo los veía desde la comodidad de mis piernas moradas de frío, pero ellos ni sabían que yo y otros como yo los veríamos en el futuro, en este futuro transformado en presente gracias a la progresión de los calendarios. Para mí, ellos eran rostros sin nombres como podían ser las personas que uno se encontraba en la calle a diario, o estas personas que estaban conmigo en la galería, gente cuyo valor para mí era igual a cero. Bueno, no tanto así. Para mí, cada persona a mi alrededor era una historia con piernas, una memoria latente, pensamientos activos todo el día entrando y saliendo de mi cabeza como rayos de luz sin mi consentimiento. Ya desde niño me aterrorizaba la idea de estar en medio de una multitud y escuchar el murmullo de todos sus pensamientos al mismo tiempo, jodido por no poder escucharme a mí mismo, cabreado casi hasta perder el equilibrio y tropezarme con mis propias piernas. Yo pensaba en Flor, sentada a mi lado en la banca de la escuela. Ahora que somos grandes no me la puedo imaginar tirando. Entonces sí podía. La imaginaba grande, haciendo lo que hacía madre con el padrastro alcohólico o lo que yo hago cuando vos cerrás los ojos reprobando mis acciones. Para las fotografías yo era nada, (como yo para Flor) lo cual estaba bien, porque yo me llevaría sus imágenes y no les dejaría nada a cambio. Sí, te gozo, pero sin compromisos. Pensé eso. Siempre habías querido decir eso Confesá. Sí, sonreí cínicamente y descubrí que tenía músculos de la cara que jamás había usado.

Vi fotos de mujeres viejas abrazando muñecas más viejas que habían sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial. Ví muñecas y mujeres que contaban su historia desde la boca improvisada de sus miembros mutilados (algo parecido había dicho Cassandra alguna vez). Habían tipos mirándose al espejo, sacándose fotos a sí mismos, fotos que yo veía ahora a cambio de nada. Volví a soltar esa sonrisa malvada. Me empezaba a gustar, hasta me sentía capaz de mirarle a la gente a la cara. Algo de Antanás se me empezaba a pegar. Buen chico.
En la exposición había una foto donde se veía una estatua de luchadores grecorromanos desbaratada junto a ataúdes con cadáveres de una revuelta popular en Budapest...La humanidad le había dado un puñetazo mal dado a algo más grande que ella en más de una ocasión y miles de personas habían pagado la furia de la bestia desatada: la guerra. Me aburro.
Entonces una reportera demasiado bella me sacó de una patada de mi mismo cuando noté que me miraba con interés. Me excito. Para impresionarla “aún más”, enderecé mi espalda, levanté mi mentón de judío y traté de lucir lo mejor posible mi porte de un metro con setenta y ocho centímetros, exhibiendo para ella mi mejor perfil de héroe de historieta. Ay Dios. Ella tendría que decir al verme: “todo un ejemplar en condiciones de apareamiento”. Por mi parte, yo no diría nada, a ella había que darle nomás sin mayores argumentos. Entonces me di cuenta que no era a mí en quien había clavado sus ojos, sino a una fotografía de unos patos alzando vuelo que había justo detrás de mí. Ramera, se hace la importante. Y ahí me dije: al diablo, si no hay amor, habrá piedad o resignación, no importa. Alguien me hará padre alguna vez. Es la ley de la vida. No hay nadie tan feo o incapaz como para no aparearse. Entonces me invadió un sentimiento de rabia que a punto estuve de darme un golpe en la cara como solía hacerlo en casos así, (es mi forma de castigar tu pelotudez) pero el dolor de mi mano me hizo reflexionar sobre el lugar en el que me encontraba.

CUARTA PARTE

El café con leche que había tomado mientras esperaba a Cassandra en lo de la catedral ya era una bola sólida en mi boca, así que para irme de esa asfixia causada por el exceso de gente me volteé para buscar la salida y me encontré de frente con el marco de la chica de la foto. Me miraba desde lo más profundo del abismo claro de sus ojos y su cuerpo invisible era tan ajeno a ella que parecía sólo una pared de carne dejada bajo su cabeza por un terrible accidente.
Estuve casi un minuto mirando cómo habían galaxias expandiéndose en el planeta de su iris. Me safé de su mirada por unos segundos como un luchador que anula una llave y miré el recuadrito en la parte inferior del marco: Foto de fulano de tal, sacada en el año 1950 y algo. Conté con los dedos los años que habían pasado. Casi 60. Ella miraba la cámara detrás de esa malla rota en la ventana que sólo dejaba escapar los puñales de su mirada. Tal vez pensaba en quién podría ver en el futuro aquella imagen; tal vez se preguntaba quién era el tipo aquel que la encañonaba con la cámara fotográfica, tal vez no sabía qué era una cámara fotográfica y estaba ahí por curiosidad. Tal vez salió a ver quién era el sujeto aquel parado frente a la casa donde ella estaba (podía ser su hogar, algún bunker rural berlinés o un orfanato alemán de post guerra). Igual esa periodista es una perra.
Entonces ahí, a la mitad de esa exposición a la que teníamos que ir con Cassandra por idea de ella, tuve una especie de epifanía. Yo hubiera preferido un orgasmo. Pensé en qué habría sido de la vida de la chica de la foto en los 60 años que habían pasado desde que el lente la capturó inmóvil como una mujer atornillada al piso por un beso. Que cursi, atornillada por un beso, no seas pendejo. En fin, seguí pensando en ella. Habría muerto por una enfermedad infantil días después de la foto, había sobrevivido, se habría casado y habría tenido hijos, o habría tenido hijos sin casarse. Habría envejecido feliz o sólo habría envejecido cansada de enfrentar al mundo y a los hombres, armada nada más con su infinita capacidad de sufrimiento con la que nacen las mujeres a falta de la fuerza bruta. No te preocupés. Debe estar violando adolescentes con el dinero de su pensión que le da el banco de Munich.

No sé porqué, mirando aquello me acordé del día en que Cassandra me había mirado así por primera vez. Tengo otra erección. Me había mirado así, intensa como una palabra herida de muerte arrastrándose por el suelo de la garganta, me había mirado así, con esa misma habilidad de escalpelo para parasitarme hasta la última molécula del cuerpo soltando esa sonrisita de delicioso cinismo que yo me quería comer todos los días de la vida desde la primera vez que la vi. Yo la verdad hubiera querido conocerle los calzones ipsofactamente.
Sí, me había mirado exactamente así. Por eso me había interesado venir a la exposición con ella, pero ella ahora estaba en su casa vomitando por la bebida incendiaria que había tomado la noche anterior. Y la chica de la foto quién sabe dónde estaba ahora 60 años después. En resumen, de una tenía sólo su voz diciendo que no venía, de la otra sólo una mirada que yo veía cada que cerraba los ojos para verla respirar o cada que pensaba en Cassandra dormida, desnuda en una cama que ojalá hubiera sido mía. Haceme caso, conozco un sitio donde en diez minutos te olvidas de las dos y te atienden con tanto entusiasmo como si fueras una estrella de rock. Pero no, su vómito había roto mis sueños. Qué looser, que frase más pelotuda, pero… Y qué, eso mismo era lo que quería decir, Por eso, con razón prefirió vomitar en su casa a venir conmigo a ver unas mierdosas fotos alemanas. Igual, por lo menos ya tenés de qué escribir cuando llegués a la casa no. Bueno, no quiero sólo escribir, ya sabés lo que quiero. Y, ya pues, conseguilo vos que a mi todas me tienen miedo. Cómo, mi vida es como correr sobre el lodo… No digo, qué frases pelotudas que te mandás, cada que pensés así rompete otro dedo, hay nueve sanos todavía. Mejor callate. Y dejé de pensar un ratito…

De modo que cuando un tipo dijo que el acto de inauguración de la exposición de fotos alemanas empezaba “oficialmente” y la periodista bonita (tenía un culo de epopeya) que había mirado la foto de los patos alzando vuelo sobre el lago detrás mío y los camarógrafos se acomodaron para tomar imágenes, me dio vueltas la cabeza y me vino algo como una erección. Por qué si no había nada erótico. Imaginate si tengo que explicarte cada que tengo una erección.
Entonces opté por salir de ahí con el sabor del café aún untado en la lengua. Me enfrenté de nuevo a la ciudad brillante de luces de pastelerías y comercios y cuando quise pensar de nuevo en los ojos de la chica de la foto sólo pude ver los ojos de Cassandra mirándome de la misma forma que el día en que por primera vez tuve ganas de comérmela a besos. Yo me la quería co…mer. Ese día, Cassandra me miraba a un metro de distancia, buscándome el corazón en la trampa para osos de mis ojos, y yo la miraba, la caminaba descalzo por todos sus senderos interiores, tratando de limpiarle con besos las serpientes de sus heridas, tratando de ensuciarle con mis manos la cima de sus senos coronados de gloria. Ahh bueno..senos coronados de gloria…Que cojudez. Bajé del bus sin contestarme el insulto y entré a mi casa de soltero con una sensación de derrota que no me cabía en el cuerpo. Yo tenía un lío en la ingle. En el bus una mina me hizo oler sus tetas y…
Ahora ella vomitaba en su casa y la chica de la foto era sólo eso, la chica de la foto y yo iba a escribir sobre ellas dos, o sea, me esperaban horas de adrenalina pura. Y bueno. No nos podes hacer esto cada que estás a cargo. Callate, Tanta paja mental carajo, rompé algo, un vidrio, una cara, un himen, que se yo, Sos un salvaje, Y qué, cuando quiero la paso mejor que vos, No jodás, No me jodás vos así, que no me dejás joder… llamala cretino. No Antanás. Llamala. No, está durmiendo. Entonces… jodeteeee!!! Y me salí dando un portazo para buscar quien me alivie el lío que se había armado en mis pantalones.

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