lunes, diciembre 18, 2006

EL MOSQUITO


Antanas Drake

Cuando puse la cabeza sobre la almohada me dormí de inmediato como si en verdad creyera que tengo la conciencia tranquila. Soñé (casi nunca duermo tan rápido y casi nunca recuerdo lo que sueño), soñé con alguien que lloraba mirando una cabaña incendiada, era esta misma cabaña de campo donde yo ahora dormía, pero quizá unos cuantos años en el futuro, cuando por algún motivo de la casa sólo quedaban cenizas.
Entonces, de la nada, llegó el sonido aquel, filoso como el de una navaja de afeitar que vuela por la noche cerca de tus ojos cerrados y da vueltas alrededor de tu cabeza como un maldito satélite adicto a la sangre. Hastiado por el mosquito abrí los ojos de golpe y me encontré con la más absoluta oscuridad, viendo apenas ese puntito un poco más negro que la noche yendo y viniendo en elipses aéreas delante de mi cara, buscando dónde posarse, dónde palpar, dónde posarse para meter su invisible arpón alimenticio. Él volaba feliz, se posaba en algún lugar (el tapiz, las cortinas, los libros, la mecedora de mimbre) y callaba su zumbido enloquecedor.
Entonces yo cerraba los ojos para adentrarme de nuevo en el sueño y buscarle la cara por fin a ese que lloraba sobre la cabaña en ruinas, pero ahí estaba de nuevo el maldito zumbido aumentando su tono agudo de menor a mayor, rozando mi rostro con sus patas, provocándome, pasando junto a mis orejas con sus alas más encendidas que nunca, eludiendo mis manotazos, como burlándose de mi torpeza, como dejando claro que su frágil habilidad era más eficaz que mi pesada torpeza. Yo sabía que era sólo un mosquito, uno solo, y lo sabía con tanta certeza que cedí a la tentación de ponerle un nombre: él, y él estaba solo, sin otro mosquito como él en ese mundo guardado entre las cuatro paredes de mi cabaña de campo, esa donde desde chico había pasado mis vacaciones para alejarme del tumulto de la ciudad.
¿Cómo sabía yo que era sólo un mosquito?
Esa noche, más temprano, había echado el veneno por toda la cabaña de madera para matar a los mosquitos que llegaban desde los pantanos próximos y para acabar también con las malditas ranas, que aparecían siempre pegadas en las ventanas o caían desde los árboles o los techos como babosas frutas de carne sobre mi cabeza o espalda, o saltaban a las nalgas de cualquiera en la placidez de los retretes, o simplemente uno se despertaba con una de ellas sobre el pecho mirándote a la cara como queriendo preguntarte algo.
Pero este mosquito había sobrevivido al veneno y ahora me jodía el descanso sólo para vengarse con la inquina propia de las almas feroces de Shakespeare, las películas malas del western o las vendetas de mujeres engañadas que figuran en las estadísticas de la Policía.
Cueste lo que cueste, yo iba a matar al bicho.
Entonces me levanté para traer el veneno del patio, pero no pude encontrar el interruptor de la luz ni la manija de la puerta. Di vueltas al dormitorio tropezando con todo (la mecedora, los libros que había estado leyendo, un par de macetas de flores). Recorrí el cuarto palpando las paredes en busca de la puerta, pero todo era como si estuviera dentro de un cubo sin entradas ni salidas (debía ser el vino barato) hasta que rendido, me tumbé de nuevo a la cama, mandé al carajo al mosquito y me dormí de golpe casi con rabia.
Me despertó, esta vez ya no el zumbido, sinó un dolor terrible en el tobillo. Di un salto y un sonido más grave, como el de un abejorro grande o el de los focos de neón, se alejó de mí. Noté que mojaba la sábana con mi sangre y supe entonces que algo andaba muy mal.
Con un algodón de la cómoda limpie la herida. Sospeché que había un murciélago en la pieza o alguno de esos monstruos mitológicos de esos que poblaban las historias de miedo en esta campiña tan alejada de la ciudad, de modo que puse un mosquitero para evitar lo que fuera, para aguantar el resto de la noche y liquidarlo, sea lo que sea, cuando llegue el día. No había conciliado el sueño aún cuando sentí que algo pesado se posó en la cama, algo cuyas pisadas yo podía sentir sobre el colchón, bajo mi cuerpo.
Me levanté de golpe, sorprendido y ahora sí verdaderamente asustado, me lié en el mosquitero y caí sobre el piso de madera del dormitorio. Algo había ahí, algo que no había muerto con el veneno. Saqué el revolver de la cómoda y me senté en la mecedora (junto a la mesita con los libros), tratando de distinguir alguna silueta en esa terrible oscuridad sin puertas. No sé qué hora era, pero estaba tan cansado que me quedé dormido otra vez hasta que al fin amaneció.
Al despertar, con la luz del día pude ver al fin que sí había una puerta y una ventana, pero también vi que tenía varias mordidas y puntitos más pequeños que el del tobillo, de modo que lo primero que hice fue buscar al murciélago mal nacido ese armado apenas con un bate de baseball.
Busqué en toda la cabaña de campo, pregunté al anciano que cuidaba la casa en mi ausencia y me dijo que esa no era zona de murciélagos y que la única cosa chupasangres que había habido en esa región había sido su suegra felizmente muerta de un paro cardiaco hacía ya mucho tiempo, de modo que, derrotado, volví al dormitorio para tratar de empezar la búsqueda de nuevo. Cuando me senté en la cama, sentí otra vez que no estaba solo. Entonces, cuando por un impulso de niño aterrado miré bajo la cama, fue cuando le vi los ojos por primera vez…
Ahí estaba, agudo, enorme, con todo el cuerpo terminado en punta, de un color pardo, con sus múltiples ojos aterrorizados (juro que tenía un panal de ojos en las dos bolas que encerraban a cientos de diminutos ojillos), atrapado bajo la cama, sin poderse mover, convencido de que yo lo mataría de un solo golpe.
Lo miré y sentí que yo me estaba mirando a través de su mirada múltiple. No sentí miedo, más bien me invadió algo tan enfermizo como la piedad por algo que no era humano.
Decidí dejarlo vivir (tenía mi sangre en su cuerpo, yo era él de alguna forma), abandoné la casa para que sea sólo de él, y me encargué de llevarle durante varios días gatos y perros para que se alimentara. Sí, eran actos deplorables, pero recordaba que nosotros comíamos reses, pescados y pollos y así aguantaba la acusación de mi conciencia. Yo sabía que él hubiera hecho lo mismo por mí, lo supe en el primer momento que me vi reflejado en el panal de amargura de sus ojos. Se los dejaba amarrados, en la sala de la casa que yo ya no frecuentaba, mientras el viejo cuidador me miraba desde el patio con ojos de desconfiado, suponiendo que alguna barbaridad se desarrollaba ahí dentro desde el día que le prohibí entrar a la casa, desde que le dije que yo me encargaría del mal olor que salía de allí.
Cuando le dejaba a los animales, yo me quedaba afuera sólo para escucharlo. Desde ahí yo veía su silueta emerger junto a la ventana como una sombra alienígena, escuchaba el piso de madera crujir bajo sus patas, el chillido quedito de los perros, el maullido violento de los gatos, pero yo sabía que un día esos animalitos no serían suficientes para saciar su hambre y entonces habría problemas. Y los hubo.
Sí, tal y como todos lo habrán supuesto ya, el viejo casero apareció muerto en su cabaña con un hueco taladrándole la mitad del pecho, en el sitio donde dicen que está el corazón.
La Policía hizo preguntas, que donde estaba yo la noche del crimen, que como me llevaba con el viejo, que los vecinos habían dicho que él decía que yo me comportaba muy extraño y que estaba harto del olor inmundo a animales muertos que salían de la cabaña de madera vedada para él.
-¿Qué hay en la cabaña?
-Pueden revisarla si gustan.
-Olvídelo.
Yo no sentía nada por la muerte del viejo, era un tipo cascarrabias, desagradable, desaseado, así que no extrañaba a nadie que lo hayan matado así. Lo que sí importaba para mí, es que yo sabía quién le había hecho eso. En fin.
A mí me preocupaba que él, el mosquito, haya tenido el valor de salir de la casa, que haya entrado a la del casero y se lo haya comido por dentro sin el menor temor. Yo sé que mientras la policía me preguntaba cosas en el patio, él seguía en la cabaña y sé también que me estaba mirando, no sé si teniéndome cierta piedad por haberme convertido en una especie de esclavo de suyo, sintiéndose culpable por meterme en estos líos, o con ganas de terminar el trabajo que había empezado la noche que sobrevivió al veneno y me dejó sangrando el tobillo. Al fin, cuando la Policía supo que yo era un triste periodista sin pretensiones y con el antecedente de una monja, (tan poca cosa yo y tan pobre diablo el muerto), entonces se largó.
Al otro día tomé una decisión. Después del trabajo en la ciudad, llegué a la cabaña de campo dispuesto a acabar con todo. En el carro llevaba una escopeta y un cuchillo de destazar. Pero cuando llegué, de la cabaña sólo quedaban cenizas.
El mosquito había atacado de nuevo (ya era un adicto a la sangre humana), que la gente del pueblo cercano había llegado de noche, habían entrado a la casa, se habían encontrado con los cadáveres de los animales desangrados (que ya él se proveía por su cuenta), lo habían sacado a rastras desde abajo de la cama, le habían prendido fuego en el patio (siempre me había parecido un monigote de madera), y él, buscando refugio en el único mundo que conocía, había entrado corriendo a la casa, y las llamas habían salpicado de su cuerpo incendiado a las cortinas, a los libros, a los discos de vinilo dejando a ese sitio de mi infancia convertido en un montón de cenizas.
Con la escopeta en la mano, ante la casa en ruinas, no sé por qué empecé a llorar por él, porque él había bebido de mi sangre primero, se había criado en la casa de mi infancia, en la casa donde yo me refugiaba del mundo, allí él había buscado también refugio en su momento final y ahí había muerto. Él, como yo, había tenido terrores y pasiones (pecados, deseos), pero él moría quemado por ceder a su naturaleza y yo seguía aquí, descubriendo por fin quién era el que lloraba en el último sueño tranquilo que tuve antes de que él apareciera para siempre en mi vida, antes de que se me quedara mirando a los ojos desde la oscuridad de mis párpados cerrados, haciéndome desear el salobre sabor de la sangre, haciéndome frecuentar sitios de mascotas a los que nunca antes había ido, haciéndome sentir cierta voluptuosidad en las entrañas cuando hoy en la mañana le dije a Carolina, que sí, que después de ir a la cabaña de campo para arreglar un asunto esta tarde pasaba por la suya, por su casita de las montañas. para que los dos solos nos tomemos el vino prometido. Aquí estoy, en casa de Carolina. Uso su papel y su lápiz para dar fe de que sí, que el corazón sí está en la mitad del pecho; para escribir esta confesión sin el menor arrepentimiento, mientras Carolina, bocarriba, mira con ojos asombrados mi boca ensangrentada y las sirenas de la Policía (que yo mismo llamé) se oyen cada vez más cerca.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Estas loco mi hermano!!! ja ja ja... muy buena viejo, pero estas loco :D

Carlos Justiniano dijo...

... genial ....