martes, marzo 04, 2008

ROSA

Cuando Franco llegó de la mano con esa mujer, supe que mi vida iba a cambiar.
Él y yo siempre habíamos sido diferentes. De chicos, pese a que él era el mayor y el mimado de padre, quien imponía la hegemonía de destrucción en la casa era yo con la aprobación secreta de madre. Sus ojos soñadores (los de Franco), su cabello largo y negro, sus manos de poeta nunca se habían crispado con la violencia del asesino de pájaros silvestres y perros callejeros en el que yo me había convertido desde el día que padre me regaló ese fusil de perdigones nada más para que yo deje de joder y romper las cosas en la casa familiar. Después de una infancia enfermiza Franco se fue a estudiar medicina a la ciudad y yo simplemente no hice nada por mi vida, hasta el día en que madre dejó a padre podrirse en su cáncer y yo me marché a trabajar en periódicos de otras ciudades porque escribir era lo único menos indecente que yo sabía hacer con las manos.

Cuando supimos de la muerte de padre (abandonado por todos, por ser quién era y cómo era, según había dicho madre el día que se largó de la casa) se nos dio a todos por retornar al lugar donde habíamos vivido. Primero lo hice yo, no tanto por definir la herencia de la casa, cuyo valor principal era el sentimental, cosa que a mi me importaba un rábano, sino que volví para descansar después de una cobertura de guerra que me había hecho sentir por primera vez el horror inefable de ser un bicho humano.

De modo que cuando vi a Franco ese día parado en el umbral de la puerta donde crecimos, ahí, de la mano de esa mujer, supe que yo estaba jodido. Él había envejecido enormemente en sus trabajos de medicina solidaria en pueblitos ardientes donde sólo se entraba a lomo de mulas y allí había había contraído una especie de tuberculosis que se había robado al hermano que yo recordaba en los días en que corríamos por los maizales detrás de la casa. Ella, Rosa, tenía el aspecto de un pollito tembloroso bajo un alero a la mitad de una tormenta y llevaba en la mano un maletita donde llevaba todo lo que era importante en su vida.

Parados en el umbral de la puerta, yo no sabía que Franco me iba a contar esa misma noche de su llegada, que conoció a Rosa de venida a la casa rural que había sido de padre. Él me iba a contar que en una cantina de carretera ella apareció en la oscuridad y se le asentó (como un pájaro de los que yo había matado), en las rodillas mirándole a los ojos para ver quién era él y lo que quería de ella.
Él me iba a contar que ella nunca hablaba, que siempre se refugiaba bajo el cabello que le cubría la cara o en su cuerpito flacuchento de niña de pueblo harta del hambre. En el umbral de la puerta él no sabía que un día madre iba a llegar a la casa de nuestra infancia, que iba a mirar con desprecio a Rosa, mujer tan poca cosa para su hijo, y que desataría sobre ella un odio casi mortal por ser mujer joven en casa habitada por dos hombres también jóvenes.
Yo tampoco sabía que el día que Franco muera por su enfermedad, el día en que yo la desee a Rosa con mayor locura que lo habitual, el día en que Rosa diga que está embarazada y yo no sepa si su hijo es de Franco o mío, madre se daría cuenta y me miraría sin decirme nada con la suficiente convicción como para que yo entienda su mensaje.
Ese día en la puerta, con Franco jadeante y sudoroso por el peso de la tuberculosis, con ella al lado, yo no pude imaginar a madre sentada en el fondo de la habitación, estudiándome desde su rincón del dominio desde donde pretenderá gobernarnos la vida.
Cuando madre me mire así yo sabré qué hacer, y a los dos días madre buscará a Rosa, y me verá nervioso y el único criado entrará al cuarto a decir que viene un muy mal olor desde las plantaciones de maíz de la casa que fue de padre y madre le dirá que no importa, que deje aquello, que debe ser algún animal muerto y luego me mirará con cara de reprobación, aunque yo sentiré en su mirada una infinita satisfacción. Y luego, con el paso de los días, cuando ella me oiga llorar en mi cuarto ella entrará con su andar de fantasma y me sobará la cabeza y me dirá: Sos un buen hijo Gabriel…Y me dirá que me vaya para la ciudad a respirar, a vivir…y me iré sin maletas ni nada, y en la ciudad me meteré entre las piernas de Rosa todas las noches, mientras ella seguirá soñando con Franco, llorando por Franco y mamá me seguirá mandando dinero…por ser un buen hijo.

Entonces ese día en la puerta, Franco, empapado en sudor, jadeando por el peso de su enfermedad, me miró a los ojos con la poca alegría que aún guardaba su mirada soñadora, me dio un fuerte abrazo que no fue tan fuerte dada su extrema debilidad y ella se quedó de pie en la puerta detrás de él, con una maletita entre las manos, mirando al piso…

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Con este cuento creo que has pasado a otro nivel en la aristrocracia literaria...cada día me sorprendésmás....Vakle la pena abrir esta página y encontrarte...

Atte: Miroslava, desde Santiago de Chile

Anónimo dijo...

Verónica me habló de tu blog..creo que se quedó corta.¿cómo haces para pensar en todo eso? A mí no se me ocurriria ni en mil años.
Besos.
Violeta

Luna dijo...

Creo que es bastante cruel..
en este mundo de humanos realmente todo puede pasar...
cruel en todos los sentidos..impregnados en todos...en todo..en el aire que respiraron.

pd. si lo habia leido