martes, mayo 27, 2008

BELLE GRITANDO EN LA NOCHE


Antanas Drake

Ella salió del hospital esa madrugada dando gritos para que alguien la ayudara. No había nadie en el sanatorio, ni perros en la noche, sólo ese frío inverosímil que la envolvía con su enorme abrazo de oso invisible apuñalándole el cerebro. No había nadie en el mundo, salvo aquel mendigo idiota que dormía ajeno al planeta en una esquina de la acera de enfrente del hospital, envuelto en un montón de periódicos que jamás en su historia habían traído una sola buena noticia.

Belle había escapado a los zarpazos de la muerte con habilidad de liebre durante todos los días de su infeliz vida, de modo que cuando a Ernesto le avisaron por teléfono que su madre se estaba muriendo en el hospital y que lo llamaba a gritos, él sencillamente no lo pudo creer.

-Sí, está internada de emergencia en el hospital San Juan de Dios, dijo la voz carrasposa al otro lado de la línea y él no tuvo más opción que dejar de operar la máquina de cortar papeles que tenía a su cargo, cogió el ejemplar de 20.000 leguas de viaje submarino que leía en sus horas de comer y sin dar explicaciones a nadie salió disparado de la fábrica hacia el hospital aquel que era un viejo conocido suyo.

Él había crecido entre los huesos de adobe de ese antiguo caserón colonial donde su madre había trabajado de enfermera en los pabellones de emergencia cuando él era un niño. En realidad, ante la imposibilidad de que ella pudiera pagar un alquiler con su sueldo mierdoso y sin tener con quién dejar al chico, Belle había decidido tomar siempre horas extras en su trabajo de enfermera pasando pinzas en cirugías, sofocando internos lujuriosos o vaciando urinarios de gente medio muerta que orinaba por una sonda que le salía por el ombligo. Así se pasaba las 24 horas del día en el nosocomio para evitarse el molesto e imposible gasto del alquiler de un cuarto. Mientras ella trabajaba, el chico deambulaba por el hospital, conociendo ese mundo de batas blancas y sopas amargas, de gente destartalada, y de gente que miraba a la otra gente como si fueran un carro al que había que sacarle o ponerle algo para que sigan funcionando, y si no había éxito, no importaba. Se hizo lo que se pudo señora, el señor fulano de tal llegó en las últimas. Sea fuerte, ahora llévese su muerto a otra parte que tenemos que seguir trabajando…Ah, pase por la caja y pague y si no tiene dinero, le darán una trabajadora social para que vaya a ver dónde es que usted vive. Con ella arregla su deuda. Y el tipo de blanco se daba la vuelta y se iba como si acabara de hablar de los resultados del fútbol, sin el menor respeto.

En ese ámbito de paredes blancas y viejas, de techos con hongos y plantas parásitas fue que se crió Ernesto, oliendo como si fuera lo más normal del mundo el aroma de la enfermedad y afinando sin saberlo el sexto sentido con el que siempre descubrió la presencia de la muerte antes de que esta atacara.
En esa casona convertida en hospital, donada por una familia de abolengo para que la ciudad enfrente la peste de lepra de hacía dos siglos atrás, él se había hecho amigo de otro chico de su misma edad e igual condición y habían trepado juntos esos raros y grises árboles de sanatorios que crecen con la misma displicencia consternada con que se mueve el personal sanitario entre aquellos pasillos enrarecidos por el olor a enfermedad, lavandina, medicina y recóndita vejez.

A veces, buscando pichones en los nidos de las ramas de esos árboles que parecían aguantar la respiración, Ernesto y su amigo escuchaban romperse el silencio impuesto con rigor por los médicos de guardia cuando alguien entraba desparramado sobre una camilla con rumbo a la terapia intensiva. Le llamaba la atención el correr de un lado al otro de los enfermeros, el escándalo de la ambulancia y su corpulencia iluminada por la sirena roja y azul; la camilla de metal violento que sonaba como campanitas, los tipos levantando el suero en alto sobre ese alguien a quien bajaban de la ambulancia goteando sangre aún y lo ponían sobre la camilla de marras rodeado de médicos y luego el correr de todos ellos para entrar al misterio que había atrás de la puerta batiente de la terapia intensiva. Entonces en un taxi llegaba la familia, una mujer dando gritos, un chico como él con cara de no saber qué diablos estaba pasando y alguien abrazando a la mujer para que se calmara, que ella no tenía la culpa, que todo había sido un accidente.

Por su sólo nombre, la terapia intensiva le parecía a Ernesto un sitio divertido donde todos se agrupaban para correr muy rápido y entrar y salir por la puerta batiente lo más rápido posible como si ello fuera una competencia, pero cuando supo que ahí llegaba la gente que estaba a un paso de morirse, entonces el nombre del lugar dejó de sonarle divertido y simplemente olvidó esas dos palabras hasta el día en que le llamaron por teléfono para decirle que su madre se estaba muriendo ahí.
Cuando su compañero de juegos se desvaneció en el aire un buen día de esos, él se hizo amigo de otros fantasmas que en las salas abandonadas del hospital le hablaron de los tipos muertos que se aglomeraban como montones de carne sin nombre en un sitio llamado: La morgue.

-Suena a emparedado, a algo con chorizo y ketchup, se dijo para sus adentros, cediendo siempre a la imagen mental que aparecía en su cabeza cada que oía una palabra nueva. Algo así le había pasado con los días de la semana. Cuando escuchó por primera vez la palabra: LUNES, pensó en un montón de nubes. Creía que MARTES era una estatua de cemento vista en algún libro; MIERCOLES eran dos tipos dándose las manos efusivamente, JUEVES era una sonrisa sin dientes; VIERNES era un destructor de la película La Guerra de las Galaxias; SABADO eran las puertas de la universidad pública y DOMINGO se llamaba el logotipo de la TranTel, una productora de programas alemanes para la TV.

De modo que cuando los fantasmas le hablaron de la Morgue, Ernesto tomó la mano de un amigo que nadie más podía ver y se fue a la morgue del hospital una tardecita de otoño con sol tenue y descubrió que ese no era un sitio para comer.
Sin casi asombro caminó entre los cadáveres anónimos botados sobre los mesones de cemento, abandonados ahí como deshechos hospitalarios, dos veces olvidados: muertos y sin nadie que los reclame. Los vio debajo de sábanas percudidas con el nombre del hospital bordado con hilo burdo, vio la mueca idiota de sus rostros, sintió el frío aquel que brotaba como agua de esa carne lacerada por la guadaña imaginaria y por primera vez un escalosfrío le advirtió por primera vez sobre la presencia de la muerte.

Ese hospital había sido su casa hasta que su madre dejó aquel trabajo para seguir al padre de su hermana Flor. Él no extrañó el color pálido de las sábanas ni el olor a lavandina de los pasillos cuando descubrió el mundo vegetal de la amazonía en el pueblito donde llegó con Belle embarazada para buscar al padre de Flor, que aún estaba agazapada en el útero de Belle, junto a sus otras dos hermanas gemelas.
En Santa Rosa el aire olía a limpio por primera vez y tal fue la belleza de vida y de color desplegada ante los ojos aturdidos de Ernesto, que el muchacho cayó enfermo los tres primeros meses tras la llegada al lugar aquel. El aire olía a tamarindos, el olor a la tierra se volvía poesía tras cada lluvia del verano, el celeste del cielo era limpio y él imaginaba que si tenía un alma tendría que ser de ese color. Los amigos fantasmas desaparecieron y tuvo a sus primeros amigos reales. El calor inmaculado de aquel sol totalmente virgen le drenaba la soledad, él descubría por fin su sudor transparente, no gris, no hediondo al hedor a medicinas que flotaba sobre el hospital desde siempre.

Para Belle nada había cambiado. Su premisa seguía siendo la misma en la ciudad o en el pueblo aquel: sobrevivir cueste lo que cueste. Ella amaba la vida pese a que la vida la había tratado demasiado mal. En realidad no amaba la vida, simplemente se aferraba a ella porque como casi todos los seres humanos, le tenía un miedo atroz a la sola idea de la muerte.
Luego del nacimiento de Flor y la muerte de las otras dos gemelas, en medio de las necesidades de la casa rural con techo de palma y paredes de barro, Belle empezó a tener una dolencia pequeña en el vientre que después se transformó en una puñalada insoportable que la derribó enferma cada vez de modo más cruel.
El padre de Ernesto había sido un canalla y el de Flor la había abandonado en ese pueblo de mierda donde ella no conocía a nadie. Para ella eso fue demasiado, entonces se le desató un cáncer de entraña que se la empezó a comer por dentro cagándose en la piedad de un Dios en el que ni Ernesto ni ella creían. Cuando Ernesto vio a su madre dando gritos de dolor, deseó que exista Dios aunque sea un poquito para que a Belle la vida no le haya dolido tanto los últimos cinco años de su existencia que fueron de total agonía. Entonces volvieron a la ciudad para que ella se curara pero encontraron que el mundo había cambiado.
Nadie la contrató de nuevo, hizo cosas para vender en la calle junto a Ernesto, todos los tratamientos convencionales fallaron, ella apeló a curanderos que la envenenaron más, rogó a un Dios en el que le era imposible creer, pero nada dio resultado y Ernesto empezó a ver cómo su madre se transformaba en un cadáver que pese a sus dolencias y limitaciones no paraba de trabajar. Entonces él dejó la universidad y entró a trabajar en la fábrica de cuadernos donde comenzó secando cartones y terminó operando las guillotinas que cortaban los papeles.

Cuando él la mandó al diablo a Belle harto de su tiranía y su cáncer, Belle siguió trabajando con Flor, vendiendo productos de carne de cerdo en oficinas públicas que pagaban cuando les daba la gana. Si bien era muy difícil para ella elaborar aquellos jamones (en ellos había pensado Ernesto cuando escuchó por primera vez la palabra “morgue”, de los labios de sus fantasmas) el comercializarlos en la ciudad era todo un tormento. Para ir a venderlos, Belle tenía que cargar a su esquelético armazón los kilos de aquellos bollos de carne, subir en cuatro pies al bus como si fuera una bestia y recorrer todo el camino soportando las miradas de piedad que les soltaban el resto de la gente. Flor crecía viendo eso.

Él no pudo soportar aquello ni el mal genio de su madre provocado por el dolor del cáncer. Belle se había vuelto más irritable que nunca y cuando su ira explotaba golpeaba a sus hijos con cuanta cosa le caía en las manos. A Ernesto le quebró un palo de escoba en la frente, lo apedreó, lo insultó con todo los adjetivos que enorgullecerían a un pirata y a Flor la dejó casi muerta a golpes pese a que las fuerzas que tenía apenas le alcanzaban para seguir viviendo. Esa agudización de la violencia de Belle hizo que Ernesto la deje como estaba y condenó a Flor a soportar ella sola la violencia de su madre agonizante. Flor nunca ale perdonaría a su hermano haberla dejado sola con Belle.
Ernesto era un cobarde, siempre lo había sido y así se siente ahora que acaba de dejar su trabajo para ir al hospital a ver a su madre que se está muriendo. Él conoce el hospital desde su infancia, pero ahora, en el bus atestado de pasajeros, yendo a la terapia intensiva del centro sanitario, empieza a recordar que odia el hospital con las entrañas.

En realidad el chico había empezado a odiar sanatorio desde la noche de Navidad en que dormía como siempre sobre una camilla (su madre soltera no tenía con quién dejarlo en el cuartito de alquiler que tampoco tenía) y se levantó para buscarla a Belle por los pasillos hediondos a lavandina de de la terapia intensiva. Vio hombres y mujeres de ojos y cuerpos amarillos pegados a agujas y sueros y así anduvo oyendo quejidos de enfermos y ronquidos profundos de los sedados con morfina hasta que encontró a su madre.
La vio junto a otras enfermeras como ella y a otros médicos que rodeaban a un niño de más o menos su edad. Ella lo vio de siete años, parado a la mitad del pasillo de mosaicos blancos y negros con los ojos rojos de sueño y el pelo desgreñado, mirando hacia donde estaba ese chico que también se quejaba en la cama bajo las manos de los médicos y la atención de otras enfermeras como Belle.

-Se ha caído de un caballo en un pueblo y éste lo ha pisado todo lo que quiso hasta que de un tiro se lo pudieron sacar de encima”, le dijo ella con esa expresión dura y lacónica que siempre la había convertido ante sus ojos en una mujer de hierro, incapaz de caricias o de una palabra de amor. Desde siempre él la había visto formidable como un submarino nuclear, ignorante como un chico del primer año pero a la vez sabia como un viejo vegetariano y abstemio. Así la veía ahora el pequeño Ernesto que sólo dijo: -Me oriné otra vez.
Desde entonces, Ernesto odió a los caballos, a los médicos y a el olor a hospital, al punto que las pocas veces que había caído enfermo en su adolescencia y primera adultez había preferido sudar la fiebre retorcido como un feto bajo una manta mierdosa y masticar las alucinaciones en cualquier camastro de mala muerte, a permitir que lo internen en un hospital o que lo vea un médico.

Pero ahora su madre moría de veras y él tenía que verla por última vez en el hospital aquel que mirando desde el bus ya se levantaba ante sus ojos como un gran animal gótico cubierto con una blanca y enmohecida bata de médico gigante.

Cuando entró en la sala de terapia intensiva, los hermanos de Belle rodeaban su cama, así como ella, las enfermeras y los médicos habían rodeado la cama del chico aquel, hacia ya tanto en la misma sala donde estaba Belle ahora.

Cuando vio a sus tíos, él supo que algo andaba verdaderamente mal. Antes, su madre había tenido tantas hospitalizaciones a causa del cáncer, que llegó un momento en que él no se dio el trabajo de ir a visitarla y más bien usó su terrible pragmatismo para imaginarse cómo debería enfrentar la noticia de la muerte de ella.
-Uno nace, crece, folla y se muere. Es la ley de la vida y nada se puede hacer contra eso; se había dicho siempre en esas ocasiones en que le llegaba la noticia de que ella había ido a parar al hospital. No la había visitado ni siquiera el día cuando la pobreza de la familia hizo que la maldita abuela vaya a buscar caridad en las damas de beneficencia que bellamente salvaban vidas de pobres para salir en los diarios y sentirse en paz con sus conciencias. Ir a pedir caridad para comprar una receta…No podía haber algo más cruel que aquello. Él, en su infinita cobardía, no había ido a ver a Belle. Bueno, fue, se paró en la entrada del hospital, pero no entró, dio media vuelta y se volvió a decir: “Que pase lo que tenga que pasar”, metió sus manos en los bolsillos y empezó a pensar en libros para sacarse del cuerpo esa voz molesta que otros ahogan con alcohol.

Pero esta vez era diferente. Los hermanos de ella (en realidad medios hermanos) estaban en la sala de terapia intensiva rodeando su cama pese a que Belle nunca había tenido buenas relaciones con su familia ni con la de sus maridos por lo que en los días en que trabajaba de enfermera tenía que cargar con Ernesto por no tener con quién dejarlo. En realidad tenía buenos motivos para mandar al diablo a todo el mundo y sólo confiar en el vigor de su voluntad y en que la salud jamás le falle.
Su propia familia la había hecho una infeliz incapaz de amar a nadie y sus maridos la dejaron sola con dos hijos a los que debió de criar con el vigor inconmensurable de su voluntad a prueba de balas y el resultado fueron Ernesto y Flor, no la gran cosa, apenas dos desgraciados más en un mundo cabreado por tantos desgraciados.

Belle no había tenido una vida ni si siquiera remotamente buena. Su madre había tenido un romance con un tipo por ahí, de cuyo amorío había nacido Belle. Después, la abuela se había casado con un español que había llegado a Bolivia huyendo de la guerra civil de su país y se había instalado en ese pueblito cañero donde la abuela tuvo seis hijos más a los que Belle debió criar sacrificando su propia niñez primero y su derecho a la educación después.
Ella atendía a los chicos, la madre viajaba comerciando, ella cocinaba para su padrastro y sus medios hermanos, comía de último y si hacía algo que molestara al español hijo de mil putas él le volcaba las ollas y la dejaba sin comer.
Cuando la abuela llegaba de sus viajes de comercio y de amantes, desquitaba toda la furia de las infidelidades de su esposo, golpeándola y ella tenía que salir corriendo a buscar amparo bajo las faldas de la madre de su madre. A los 15 años Belle entró a la escuela porque por fin su madre se acordó que la chica debía estudiar, pero ella ya era demasiado grande como para aprender el abecedario junto a niños de seis años. No pudo con la vergüenza y se largó de su familia y del maldito pueblecito cañero.

Así había transcurrido su niñez hasta que a los 17 años descubrió el placer del cigarrillo y del sexo y a los 18 se fugó con un tipo que después resultó ser el padre de Ernesto, un estupendo hijo de puta, infiel y fascista que la acusó de comunista en plena dictadura militar de García Meza. Sólo la suerte de su desgracia hizo que no la ejecutaran. Era demasiado poca cosa como para que los militares creyeran que ella era una comunista. Apenas sabía leer y escribir, lo cual no entraba en el esquema aquel que afirmaba que los anarquistas andaban con sus imprentas pegadas a la espalda. Ella jamás supo qué fue la comuna de París, el materialismo dialéctico o el manifiesto comunista. Creía que Carlos Marx era un cómico gringo y que la palabra “dinámico”, significaba “chistoso”, aunque tuvo el acierto de regalarle a Ernesto un diccionario cuando el chico tenía ocho años. “Ahí vas a encontrar todas las palabra que yo no puedo explicarte”, le dijo. Ahí Ernesto descubrió la maravilla de las palabras y fue una de las pocas veces en que fue realmente feliz. Ese fue el único libro que le regaló.

Belle se separó del bastardo del padre de Ernesto cuando el muchacho tenía dos años. El tipo la acusó de comunista y como además ella no tenía dónde caerse muerta, él se quedó con la custodia y entregó al chico a una madrastra que lo dejó llenarse de piojos y lo castigó bonitamente azotándolo con el cable de la plancha cada vez que éste se orinaba.
Belle supo de todo aquello y con algo de fiera en las venas, aprovechó una tarde en que el gran hijo de puta se fue a trabajar y que la madrastra salió dejando a Ernestito encerrado. Entonces con sus zapatillas Adidas, sus pantalones vaqueros verdes y su camisa a cuadros de cowboy, se saltó la barda de la casa y se robó su propio hijo para siempre.

Perseguida por la justicia y por el padre de Ernesto, ella huyó por el país escondida en cuanto camión encontraba hasta que el gran hijo de putas tuvo otros hijos y otro golpe militar hizo que las prioridades de la justicia fueran otras y la dejaron de perseguir. Entonces fue cuando Belle entró a trabajar de enfermera en el Hospital San Juan de Dios, se enamoró de un turco que además era mecánico (éste sí era un auténtico comunista) que la embarazó de nuevo y la dejó a la deriva cuando ella fue a buscarlo con Ernesto y con Flor en el vientre en ese pueblito donde su hijo descubrió la fiesta de colores de la amazonía boliviana.
Pese a los contratiempos, ella siguió luchando con su fiereza de granito para mantener a sus dos hijos y lo hizo con tanto ímpetu que atrofió su músculo de la ternura y se los atrofió a ellos también, pero eso sí, nunca les faltó qué comer. Aquella rudeza legendaria de su madre había hecho que Ernesto se apartara de ella pese a su enfermedad. Los dolores la hacían aborrecible para sus dos hijos. El sufrimiento físico la transtornaba. Más de una vez él había tenido que salvar a su hermana ya inconciente entre los palazos de su madre. Era un cuadro horrible y hacía que ambos la odiarán más y más sin que ella pudiera hacer nada a estas alturas para evitarlo.

Por eso cuando Ernesto entró a la sala y la vio muriéndose, ella alcanzó a decirle con la última dosis de su cordura…
-Yo sé que nunca quisiste ser mi hijo, pero yo siempre quise ser tu madre…
Y entonces se le apagó la lucidez y empezó a decir que había que ir al mercado para comprar cosas para comer, que había que coger la manguera y regar sus flores, sus cocoteros y dijo un montón de cosas que ella planeaba hacer una vez deje el hospital como ya lo había hecho tantas veces…Y Ernesto, pese al nudo en su garganta, no tuvo otra cosa que hacer que decirle, Sí mamá, saliendo de acá vamos al mercado, llegando a casa regaré tus flores; hasta que ella ya no me fue más un ser vivo sino una cosa que sólo se retorcía en la cama peleando con algo que no era de este mundo… Entonces fue cuando Ernesto sintió a la muerte dentro del cuarto.
La olió como lo había hecho en aquella ocasión en que entró por primera vez al espectáculo de la morgue. Sintió su aroma de vinagre, se le crispó la piel cuando la sintió rozarlo en la entrepierna, la vio acercarse a Belle como una gran gota de agua invisible mientras Belle hablaba cosas ininteligibles, moviéndose de un lado al otro, tendida sobre esa cama color palidez, apretando entre sus lánguidos dedos azules las sábanas hediondas al sudor corrupto por los medicamentos. Entonces todos en la habitación oyeron sus últimas palabras…
-No me quiero morir…
Y dejó caer una lágrima que arrastraba la última luz de sus ojos.

Ya no había nadie en la sala cuando ella abrió los ojos y vio a Ernesto dormido sobre una silla junto a la cama hedionda a lavandina de la terapia intensiva. Era la madrugada del día siguiente y ambos estaban solos. Ella nunca había sido conciente de que alguna vez había querido a alguien; sólo sabía que había deseado, que había tenido hambre, pero no estaba en condición de decir que “sabía” que había amado a alguien, porque su increíble instinto de supervivencia había anulado cualquier debilidad humana, sea la piedad, el temor, la ternura o el amor.
Pero aquel amanecer posterior a la tarde que la hospitalizaron de emergencia vio por primera vez con ojos llenos de amor a su hijo dormido en la silla, junto a ella.

Cuando quiso acariciarle el cabello lo vio envuelto en costras que parecían de viruela. Acababa de aceptar que nunca en la vida lo había acariciado ni cuándo él había sufrido los golpes por travesuras o los dolores por amor. Al verlo así se levantó de un salto increíblemente recuperada de su postración anterior. Llamó a gritos al médico de guardia para que atendiera al muchacho, pero no obtuvo ninguna respuesta.
Era como si la muerte que la tarde anterior había caído sobre ella, la hubiera dejado ir y por algún milagro macabro se hubiera metido en el cuerpo de Ernesto que permanecía inmóvil, sin respirar, helado como un árbol solitario, derribado sobre la silla como si fuera un saco viejo dejado al pasar.

Ella salió a la sala a buscar ayuda y empezó a gritar para que alguien apareciera de una condenada vez, pero no había absolutamente nadie en el lugar a esa hora en que empezaba a amanecer sobre los tejados, los lagos, las montañas y los desiertos del mundo.

En bata de enferma categoría F, débil como estaba, Belle metió su ser esquelético a la oscuridad de la madrugada para buscar quién pudiera ayudarla a llevar al muchacho a otra parte donde pudieran ayudarlo. Entró a las otras salas del hospital, buscó en la recepción, en la portería, pero no había absolutamente nadie. Siguió andando entre aquel frío que podía sentir en los resquicios de sus pensamientos… Salió del hospital, gritó a la mitad de la calle por auxilio mientras un vagabundo dormitaba en un rincón de la acera acurrucado en un envoltorio de periódicos de mal augurio que jamás habían traído una buena noticia. Tocó puertas que no se abrían y así anduvo por la ciudad hasta que amaneció.

En el lobby del hospital, los hermanos a los que ella había criado a costa de su propia felicidad, se abrazaron todos en silencio cuando el médico les dijo que ella había muerto la noche anterior, y la abuela se desmayó en la sala donde estaba el cuerpo de Belle después de gritarle en la cara a Ernesto que por culpa de él había ocurrido todo aquello.
-Nunca la quisiste, porque nunca te dio los lujos que siempre envidiaste. La dejaste sola, siempre la dejaste sola, alcanzó a decirle antes de caer desvanecida sobre la maceta ordinaria aquella.
Ernesto no dijo nada. Pese a que había sentido la presencia de la muerte y a que había visto expirar a Belle horas antes de que el médico lo anunciase oficialmente, se había quedado a dormir en la sala para buscar a su madre en sueños ya que estaba resignado a que nunca más volvería a verla. Quería decirle todo lo que no había podido en vida por culpa de las barreras infranqueables que ambos se habían puesto mientras vivieron juntos: Ella acusándolo en secreto por la desgracia de su vida, y él culpándola de la infelicidad de ambos.
Cuando la abuela entró gritando que por culpa de él Belle había muerto (antes de caer desmayada sobre una maceta barata) él se despertó con un sabor a costras de viruelas en la boca. Si bien él se había imaginado mil veces este momento por las tantas veces que su madre había sido hospitalizada, el dolor que sentía en su interior ahora que había ocurrido de verdad aquella muerte tan, pero tan dolorosa, era tan fuerte que se sintió incapaz de afrontarla solo.
Sólo un tío casi de su misma edad lo abrazó y le dijo:
- Lo que dice tu abuela no es cierto...
Y él, buscando salir de la sala lo antes posible, dijo:
-No me importa, y salió del hospital sin importarle el funeral o el entierro de Belle y en la calle se encontró con el mendigo que dormía en un rincón de la acera envuelto en papel periódico. Caminó por la ciudad toda pintada por el sol del nuevo amanecer, convencido de que el mundo sin ella jamás sería el mismo y suspiró aliviado sin saber qué mierda iba a hacer con su vida que hasta entonces había girado en torno al cadáver que quedaba en esa sala de terapia intensiva.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

un dos tres probando

Luna dijo...

Me gusto tu blog..apenas pude leer un cuento..este.

Pero la verdad es que me atrapo, tiene ese aire (la verdad no se como explicar el aire que tiene) pero que hace que uno se una a la historia, tanto como para dejar de ser uno mismo y convertirse en el personaje principal.

Sintiendo, sufriendo...

La liberación del final me parece normal, es bastante cruel si..en parte, pero la realidad es muy cruel a veces.. sobre todo cuando se lucha hasta la muerte por lo que nunca será tuyo, por la felicidad inalcanzable,..y nadie hace nada..y nadie se acuerda, y nadie reconoce..y moris sola..rodeada de todos...pero sola..sin nadie que te extrañe...sin nadie que realmente te necesite.

Me gusto porque es muy real..
¿Quién dijo que la realidad es linda?

soy yo

Paola R. Senseve T. dijo...

Coincidencia

La melancolía tiene una droga,
la misma de los atardeceres difuminados
o los arcoíris desde los novenos pisos
Imposibles e irremediables en soledad

Luna dijo...

Soñe este cuento.
Estuve con Belle...

jeje

muyyy raro...ella es muy rara.