domingo, agosto 03, 2008

LAS PIERNAS DE ROSA (RELOADED)


Antanas Drake


Cuando Franco llegó a nuestra casa de la mano de esa mujer, supe que mi vida iba a cambiar para siempre.
Él y yo habíamos sido diferentes desde la época de nuestra niñez. De chicos, pese a que él era el mayor y el mimado de padre, quien imponía la cuota de destrucción en la casa era yo con la aprobación secreta de madre. Con sus ojos soñadores (los de Franco), su cabello largo y negro, era el favorito de las chicas aunque siempre le había ido mal con ellas porque sus manos de poeta nunca se habían crispado con la violencia del asesino de pájaros silvestres y perros callejeros en el que yo me había convertido desde el día que padre me regaló ese fusil de perdigones nada más para que yo salga más al campo y deje de joder y romper las cosas en la casa familiar.
Después de una infancia y adolescencia enfermiza, Franco se fue a estudiar medicina a la ciudad y yo simplemente no hice nada por mi vida. Bueno, eso hasta el día en que madre abandonó a padre para que se pudriera en su cáncer y yo me marché a trabajar en periódicos de otras ciudades porque escribir era lo único legal que yo sabía hacer con las manos.

Franco enfermó el día que padre murió en la casa (abandonado por todos, por ser quién era y cómo era, según había dicho madre el día que se largó de su lado) y al enterarnos de esa noticia, se nos dio a todos por retornar al lugar donde habíamos crecido. Primero lo hice yo, no tanto por definir la herencia de la casa, cuyo valor principal era el sentimental (cosa que a mi me importaba un rábano), sino que volví para descansar en mi pieza del segundo piso (y ocasionalmente follarme a Isabel) después de una cobertura de guerra civil en el país de al lado, experiencia que me había hecho sentir por primera vez en la vida el horror inefable de ser un bicho humano. Cuando conté las cosas que había visto allá a Isabel, mi novia de la secundaria que siempre me había pedido que la sacara de ese mierdoso pueblo, no pude controlarme las ganas de poseerla y en una playa de río rompí su promesa de no volver a tener nada conmigo hasta que yo me la llevara a la ciudad. Ese día rompí otras cosas también, es decir, su corazón por ejemplo. Isabel no me gustaba porque era demasiado perfecta y adorablemente ingenua, por lo que cada vez que me aprovechaba de ella con alguna mentira que ella siempre hacía todo lo posible por creer, tenía que irme del pueblo el tiempo suficiente hasta que Isabel lo olvidara.

De modo que cuando vi a Franco ese día parado en el umbral de la puerta de la casa donde crecimos, ahí, de la mano con esa mujer, supe que yo estaba jodido. Él había envejecido enormemente en sus trabajos de medicina solidaria en pueblitos ardientes, donde sólo se entraba a lomo de mulas. Allí contrajo una especie de tuberculosis que se había robado al hermano que yo recordaba en los días en que corríamos por los maizales detrás de la casa y me había devuelto a esta cosa sonriente y decrépita que yacía parada en la puerta junto a ella. Ella, o sea Rosa, tenía el aspecto de un pollito tembloroso bajo un alero a la mitad de una tormenta y cargaba en sus manos blancas de uñas sucias un maletita donde llevaba todo lo que le era importante en la vida: su segunda muda ropa, un espejito roto, un peine, y un lápiz labial de pasta tan escasa que debía extraerla con un alambrecito para pintarse los labios.

Parados en el umbral de la puerta, yo no sabía que Franco me iba a contar esa misma noche de su llegada, que conoció a Rosa en el camino de vuelta a la casa rural que había sido de padre. Esa noche, cenando los tres a la luz de una lámpara, él me iba a contar que en una cantina de carretera ella apareció en la oscuridad y se le asentó (como un pájaro de los que yo había matado con mi fusil de perdigones), en las rodillas mirándole a los ojos para ver quién era él y lo que él quería de ella.
Él me iba a contar que ella casi nunca hablaba, de modo que era de temer cada que abría la boca para decir algo. Ella nunca habla, cuando se siente amenazada se refugia bajo el cabello que le cubre la cara o en su cuerpito flacuchento de niña de pueblo harta del hambre y los abusos. En el umbral de la puerta ambos no sabíamos que un día muy cercano madre iba a volver a la casa de nuestra infancia, que iba a mirar con desprecio a Rosa, mujer tan poca cosa para su hijo, y que desataría sobre ella un odio casi mortal por ser chica joven en casa habitada por dos hombres, también jóvenes que podían llegar a pelearse por ella. Yo sabía que no le disputaría a una mujer así a nadie, pero mi madre me conocía. No pues mamá, ni que por lo menos fuera limpia. Por saciar tu capricho, no te importaría apuñalar a Franco y quedarte con esa mujer. Pero yo me voy a casar con Isabel. Vos no te vas a casar con nadie, le mentís a esa estúpida para aprovecharte de ella. Te conozco Gabriel y sabés que sos mi favorito. Y bueno, mamá me conocía de toda la vida...

Ahí en el umbral de la puerta, al calor del mediodía, mirándolo con su sonrisita forzada por su debilidad, yo no sabía muchas cosas que sucederían en la casa en menos de tres meses. Por ejemplo, no sabía que el día en que Franco muera por su enfermedad y que Rosa me diga que está embarazada y yo no sepa si su hijo es de Franco o mío; no sabía que madre ese día se daría cuenta de lo mío con Rosa. Ella, (madre), siempre había tenido una intuición casi de clarividente con la que había descubierto todas y cada una de las infidelidades de padre, pero yo no podía sospechar que también descubriría lo mío con Rosa. Al descubrirlo (vería la felicidad en mi cara al volver de enterrar a Franco), madre desde su luto me miraría sin decirme nada con la suficiente convicción como para que yo entienda su mensaje inapelable.
Ese día en la puerta, con Franco jadeante y sudoroso por el peso de la tuberculosis, con Rosa a su lado, yo no me pude imaginar a madre sentada en el fondo de la sala, estudiándome desde su rincón del dominio familiar antes de decirme con su voz de jesuita: Ya sabés lo que tenés que hacer.
Yo le dije que sí, que sabía lo que tenía que hacer, de modo que cuando madre buscó a Rosa tres días después del entierro de Franco, me vio todo nervioso con al ropa sucia, sentado sobre las escalinatas del rellano de la casa. El único criado de la vieja casa familiar subió al rellano y le dijo a madre (sentada en una mecedora, tomando el fresco a las tres de la tarde) que venía un mal olor desde las plantaciones de maíz de la casa que fue de padre. “Hay algo enterrado a la mitad de la plantación, la tierra está recién apisonada Madama. Huele mal, mire, ya se va formando el círculo de los buitres”. Madre le dijo que no importa, que deje aquello, que debe ser algún animal muerto y tras ordenarle que se tome una semana de vacaciones en el pueblo me miró con cara de reprobación, aunque yo sentí en su mirada una infinita satisfacción.
Y luego, con el paso de los días, cuando mamá me oyó llorar en mi cuarto, a mí, que había visto horrores en esa guerra civil del país de al lado; entró a mi pieza con su andar de fantasma y sobándome la cabeza dijo: Sos un buen hijo Gabriel…Y luego me pidió que me vaya para la ciudad a respirar, a vivir…y sin contestarle nada me fui. No llevé maletas ni nada pese al desconcierto de Isabel que no recibió ninguna explicación de mi parte y que al verme destrozado en mi partida (pensó que era por la muerte de Franco), juró a gritos que me esperaría para siempre.
En la ciudad me metí entre las piernas de Rosa embarazada, e hice lo mismo todas las noches del resto de su vida, mientras ella seguió soñando con el gentil Franco, llorando por el bueno de Franco hasta que un día simplemente se fue con su hijo y yo en vez de ir por Isabel que me seguía esperando empecé a perseguirla y a ofrecer recompensas por su paradero. Mamá sin saber nada me siguió mandando dinero desde la casa familiar por ser yo un buen hijo, por acabar con esa mancha en la familia, con esa abominación de la lujuria que jamás hubiera ocurrido si no era que el inservible de Franco venía con su peste y nos metía a la casa a una cualquiera como Rosa.

Entonces, ese día en la puerta, Franco empapado en sudor, jadeando por el peso de su enfermedad, me miró a los ojos con la poca alegría que aún guardaba su mirada soñadora y al fin me dio un fuerte abrazo que no fue tan fuerte dada su debilidad y Rosa se quedó de pie en la puerta, detrás de él, con una maletita entre las manos, mirando al piso. Yo le miré las piernas flacas y supe que no era una puta como lo era Isabel y su histeria por casarse antes de los 30 años. Eso fue lo dije a Rosa para convencerla el día en que Franco nos escuchó tirando en mi cuarto, arriba del suyo, una hora antes de que se muera de un ataque sobre su cama empapada en sangre…

2 comentarios:

Luna dijo...

uyy jodiiiido...

este aire d tus cuentos me dejan asi ufff...algo mas podria pasar?

=)

besos

Anónimo dijo...

Mejor contada que la primera