domingo, diciembre 23, 2007

CONFESIONES DE UN VIEJO INDECENTE



ANTANAS DRAKE


1 Le he ordenado a Jim por segunda vez que patee la banca sobre la que estoy parado. También le he instruido que si me pongo difícil a la hora de la verdad (si se me desorbitan los ojos y con graznidos urgentes le pido ayuda) termine la labor dignamente. Es decir, que me abra la cabeza de un tajo con el bate de béisbol con el que yo, un alienado de mierda a la cultura gringa, le enseñé a jugar desde que él era un niño y yo era menos idiota que ahora.
La primera vez que le ordené que patee la maldita banca, se estremeció hasta los huesos y me dijo que prefería morir antes que ayudarme a suicidarme. Me enfurecí, con la cuerda al cuello le dije que ya le tocaría su turno para irse al otro barrio, pero que por ahora cumpla mis órdenes sin salir con la mariconada de que yo era como su padre. Entonces me enternecí ante su juvenil tristeza y le expliqué: Jimmy, querido, es cierto que me follé a tu madre un montón de veces antes de que empezara a descomponerse, pero nunca he sido ni seré tu padre. Y aunque lo fuera, un padre no tiene ningún mérito, no hacen hijos porque quieren, los hacen por accidente, por calientes, porque ellos sólo quieren cojerse a las madres y bueno, en los jueguitos del amor a veces se escapa un tiro. Los más cobardes aceptan a los hijos, se joden la vida aceptando el matrimonio de emergencia y envejecen odiando a los crios que nunca quisieron: en el sexo no buscamos hijos, buscamos placer. Esos cobardes responsables no tienen los cojones para decir: Mira Eva, yo no quiero a ese niño, si lo tienes te quedas sola, si no, yo te acompañaré en todo, hasta en la cama, los dos desnudos… de nuevo. Nadie se sienta con su pareja a decir: esta noche vamos a cojer para tener un niño. Todos somos un accidente, no hay padres ni hijos, sólo accidentes, Jim.
Entonces ordené a Jim por segunda vez que patee de una vez la puta banca y él, temblando de rabia vino hacia mí (pobre y viejo y desnudo), haciendo sonar en el piso de madera sus grandes pasos de estrella de rock n´roll. Entonces escuché la patada, el cuero de sus botas contra la madera de la banca, y sentí el jalón, el hermoso y gran jalón de la maldita muerte… Pero la puta cuerda se rompe. Me pasé años preparando la cuerda, trenzándola, recubriéndola con sebo de velas y la puta cuerda se rompe, no hay derecho. Uno no elige nacer, y en mi caso, tampoco puedo elegir morir porque la puta cuerda se rompe.
Entonces Jim se me acerca, me da un puntapié en el suelo con todo el hierro de la punta de su bota de cuero de testículo de tiburón y se larga para siempre dando un portazo. Pobre muchacho. Siempre fue un sentimental.


2 Bueno, que se vaya el pobre chico. Por mi parte debo decir que soy un gran mamífero carnicero, lesbiano, ateo, ex comunista, adicto al peyote y tan cínico que puedo jurar ante mi santa madre muerta de un doloroso cáncer que la carcomió por cinco años (subía a los buses de a cuatro pies, como un animal y yo no podía hacer nada), puedo jurar por ella, les decía manga de cabrones sin futuro, que todo lo que les relataré es la purísima verdad.
Digo que soy lesbiano porque soy un hombre-mujer con un pene más o menos respetable en cuanto a los tipos y faunas del pene. Soy un hombre-mujer al que le gustan las mujeres y les agradece infinitamente su aún más infinita capacidad de sufrimiento y su bendito masoquismo servicial.
Eso se debe (el agradecimiento), creo yo, a que en mi cochina existencia de campesino ignorante, ellas me brindaron los mejores momentos de mi vida (lo digo ahora que estoy a punto de acabarla).
Le agradezco a la que me crió sin una pizca de amor, a las que me cojí sólo porque sí, en las que pensé mientras me masturbaba en algún baño público, a las que amé sin atenuantes a cambio de su alma, a las que sólo usé porque estabas bien buenas, a las que me usaron vilmente hasta dejarme con ojeras hasta la boca y a las que les partí el corazón y algo más.
Debo aclarar a intelectos imbéciles que a veces toman un escrito nada más por buscar una aventura desconocida, que digo que soy mujer porque soy igual de sensible a algunas de ellas. Por ejemplo, puedo llegar a llorar por una estupidez, o por una baratija regalada. Puedo desarmarme ante una frase bonita que bien sé que es inventada; puedo pedir que me mientan en un momento de debilidad emocional, aunque creo que lo que más me diferencia de ellas es mi total carencia de la paciencia que suelen tener ellas para criar a los cachorros humanos, apestosos y molestos cuando son crías, e irresponsables y grandes dolores de cabeza cuando crecen y quieren matarnos por culpa de Edipo Rey, según ese gran marica de Freud.
Ellas siempre causaron grandes impresiones sobre mí. Debo decir que hay una imagen que me sobrecoge de las mujeres y no es precisamente la de cojer sobre ellas. Me refiero a imaginarlas en el preciso momento de la menstruación.
Para mí es todo un trauma imaginar llena de sangre aquella parte bendita donde miles de nosotros, miembros del venerable club de los hombres, (remontándonos a generaciones que se pierden en el tiempo), metimos nuestras tristes lenguas. Ahí bebimos, bebemos y beberemos la sangre de ellas como un vampiro de mala muerte. Metidos hasta las narices, ahí tragamos y tragaremos lindos óvulos que a lo mejor se negaron al semen de otro; óvulos que de haber sido fecundados hubieran dado como producto final a un gran científico, a la primera presidente mujer de la ONU, a algún futbolista verdaderamente profesional (no los borrachines que tenemos por ahí) que nos llevaría por segunda vez al mundial; o tal vez una gran artista que nos retrataría tal y como somos, o sea, monstruos en negro, en rojo y un poquito amarillo. Tal vez nacería un asesino, o dos, o un tipo desquiciado y sin amigos que piensa cosas como éstas.
Sí señores, metemos el poderoso músculo de la palabra en un sitio donde miles de nosotros irremediablemente, en nombre del género humano, meteremos nuestros falos adictos a cualquier inVAGINAción. El mismísimo (delicioso y esponjoso) lugar por donde miles de notros salimos de cabeza a este mundo, oteando como insectos entre ese rico par de piernas agotadas de mamá (miramos asustados, no nos gusta lo que vemos, por eso lloramos). Aunque después, de grandes, siempre queremos hacer el camino contrario, mirando de frente y hacia adentro con nuestro cíclope ardiente, queriendo entrar de nuevo, no con mamá, claro, no somos unos enfermos después de todo. Aunque yo una vez…
En fin, estas memorias van dedicadas a ellas y a los amigotes que conocí en ese delicioso barrio penal donde me encerraron por “estupro”, que nombre más sin alma para un delito tan delicioso. Nunca un hombre había sido acusado tan injustamente en la historia del planeta como yo aquella vez. Pero Dios sabe lo que hace, oh hermanos míos.
Si se preguntan ¿y qué pasó con las demás cosas que dije que era?, pues sí, soy ateo sólo porque Nietzsche dijo que Dios ha muerto y yo le creo, por Dios que sí; soy un ex comunista, porque me da la gana; soy adicto al peyote, porque le temo a las agujas y soy cínico… Bueno, eso porque me lo dijeron muchísimas veces de un modo tan injusto que bañado en lágrimas me lo tuve que creer para darle la razón a ellas.
También soy Antanás Drake, acuario en el horóscopo occidental, serpiente en el chino, 11 en la sabia numerología de los judíos, hijo de la gran puta según mi madre; cabrón, según algunas mujeres que me conocieron bien y un pésimo aprendiz de periodismo, según los entendidos en la materia. Aunque debo aclarar a algunos entendidos en la materia (que jamás salieron a la calle a hacer periodismo) que nunca fui periodista, fui un tipo que alguna vez en su peor miseria escribió en algún periódico a cambio de unas monedas y una libretita gratuita de anotaciones. Fui un mercenario de la pluma que quería llenar con cualquier noticia su correspondiente papel entintado para salir al rico aire del mundo exterior lo antes posible. Quería salir para ir a buscar libros, un café, pornografía o sexo de paso en algún alojamiento de cincuenta pesos.

3 Bueno, ya les hablé de las mujeres, no de todas porque algunas aún viven y tienen demandas judiciales en mi contra, tienen hijos de los cuales acusarme o matones contratados para darme una paliza y después mandarme al otro barrio con todos los huesos rotos.
Ahora les hablaré de mis amigotes de la cárcel. Uno murió en la fuga de la cárcel, otro se volvió un marica pastor evangélico; el que era la novia del penal se hizo, dicen, el actor porno gay más famoso de Hong Kong; uno de ellos se cambió de nombre y luego mató de un balazo a un Presidente de la República corrupto y conocido nuestro (solté una lágrima de orgullo por ese gran hombre que había conocido en la peste del encierro).
Después de mi fuga de aquel magnífico lugar, donde se llegan a conocer los más profundos instintos humanos, renuncié a escribir en los periódicos y me gané decentemente la vida vendiendo huesos de cadáveres de cementerio. Se los vendía a muy buen precio al futuro del mundo que son pues los estudiantes de medicina. Las cabezas elaboradas tipo Hamlet valían el doble (tenían expresión de cómicos tristes), las tibias tipo bandera pirata eran la sensación por los distintos usos que se les podían dar, usos que iban más allá de lo académico y entraban en el terreno de la travesura (imaginaos mequetrefes, esclavos de la TV y la Internet). Pero lo que estaba ciertamente de moda era el cóccix, que se convertía en la punta de lanza de los mierdosos evolucionistas darwinistas de la puta madre que los cagó.
Antes de empezar con el negocio de los cadáveres y después de haber terminado el de los periódicos, cuando mi humilde vida de hombre libre acabó y empecé el calvario de esas bestias que se arrastran en las celdas bebiendo alcohol y cojiendo a otros hombres como uno mismo; ellos, mis amigotes de celda llamada con mucha propiedad El club de los suicidas, se convirtieron en la familia que nunca tuve.

4 Entré al penal odiando a muerte a esa puta fiscal que a leguas se le notaba que detestaba al mundo por ser una malcojida más. Cuando entré a ese barrio amurallado cargando en una mano mi maletita sin casi nada, cargando mi carita de niño bien, con mi nariz quebrada en la infancia y operada por un cirujano de misses de belleza. Cuando entré por la puertita (después de ser revisado hasta dentro del culo) con mi ropa más o menos cara, con el ojete constreñido del espanto y un libro de Alejo Carpentier en las manos; uno de ellos, el más grande, Helder El Mormón, me dijo: tenés que pagar alquiler cada mes en El club de los Suicidas o te rompemos el culo y luego los dedos, uno por uno ¡Bitch!.
Uno de los otros, (uno de los que al huir de prisión se ganó la vida como marica profesional, osea Brenda) me miró con cara de circunstancia. Como diciendo, es cierto, es cierto, bendito sea este gordo gonorriento, es cierto. Te lo van a partir y nunca más serás el mismo, no porque aumente el calibre de tu excremento, sino porque eso tiene un efecto directo en la forma de ver el mundo. Que todos los sepan, que mi abuela severa se entere ¡bitch!…
Yo les dije que no me hacía lío si me querían cojer, si total yo había prometido no morirme sin probarlo. El que lo prueba y sigue siendo hombre es macho verdadero ¿no?. Les dije que en vez de ponerlo en términos difíciles, deberíamos empezar a conocernos para que cuando llegue el momento haya un contacto… también espiritual.
De modo que les ofrecí una buena botella de alcohol a mis nuevos amigos, pese a que los policías se habían quedado con el poco dinero que llevaba encima. Entones Helder me dijo que el papel era apreciado en prisión por los amigos que se ganaban la vida proveyendo marihuana a esas pobres almas confinadas. En menos de 15 minutos habíamos cambiado los cuentos completos de Alejo Carpentier, por dos botellas de alcohol de curar. Nunca antes ni después don Alejo me impactó tanto.
Las dos maricas se me acercaron para presentarse con su coquetería acostumbrada y como Helder el Mormón sabía que yo también sería parte de su harem, entonces no vio necesario imponerse como macho alfa de esa jauría enjaulada. Esa noche antes de florecerme la estrella del culo nos sentamos en el cuartito que alquilaba Helder el Mormón en una de las barracas miserables de esa colonia penal. Era mi primera noche en la cárcel y pese a mis cálculos más profundos, no tenía miedo.
Entonces, conversando allí, reconociendo cada rincón, cada sombra de esta mi nueva situación (que yo anteriormente sólo había visto en el caso de los animales: el encierro, el hacinamiento, la desazón), recordé mi primer delito.

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